sábado, febrero 18, 2006

'Comandante Che Guevara'



Capitán Storni


Siempre fue considerado un chiflado, y es que siempre tuvo algo perturbada la razón. Pero su chifladura no estuvo nunca exenta de una extraña y casi indescifrable perspicacia. Bebedor excesivo, solía tener alucinaciones. Hablamos de un ser humano a quien la desgracia se esmera en perseguir sin haber logrado nunca alcanzarlo. A quien, además, siempre –o la mayor parte de las veces– le interesó cuestionar su chifladura.
Esas debieron ser las razones –y no se avizoran posibilidades de que pudieran (o pudieren) ser otras– por las cuales decidió intentar la dilucidación de la más bien difusa imagen forjada en su mente según la cual, a los compases de la canción ‘Comandante Che Guevara’, entonado por la magia erotizante y evocadora del grupo musical español Mocedades, le era posible vislumbrar a varias muchachas chilenas, que se encontraban (y aún se encuentran) cumpliendo el Servicio Militar Femenino Voluntario en el Regimiento de Infantería de Montaña Nº 8 “Tucapel” de Temuco. Y que aparecían en esa más bien difusa imagen mental entonando militarmente, ataviadas con ropaje de guerra andina, esa bella canción, lastimosa apología de la figura de un canallesco violentista:

Vienes quemando la brisa
con soles de primavera
para plantar la bandera
con la luz de tu sonrisa

Las muchachas, todas bellas, habían sido seleccionadas entre muchas otras casi enteramente por la clara excelencia de sus traseros (lo que, por cierto, es un elemento de enorme importancia), estaban ahora ataviadas con la ropa blanca de los soldados andinos, lo cual no perturbaba en absoluto sus encantos y eran acompañadas en su cantar por las bandas instrumental y de guerra del “Tucapel”.
–Me resultaba extraño, muy extraño –escribió en tales intentos exégeticos–. Creo que la palabra es ‘enigmático’. Dice al respecto la siempre ilustre Real Academia Española: “Que en sí encierra o incluye enigma; de significación oscura y misteriosa y muy difícil de penetrar”.
Pero a poco andar –no sé si cuatro o cinco días después, al cabo de una borrachera–, decidió que él, como ex oficial del Ejército de Chile, tenía la obligación de penetrar en ese enigma: ¿cómo puede suceder que la canción ‘Comandante Che Guevara’, hermosamente entonada por el grupo Abba, le sugiriera glamorosas muchachas chilenas que están cumpliendo con el Servicio Militar Femenino Voluntario, que aparecen entonando loas, a los compases estentóreos de ambas bandas castrenses, a una figura histórica que nada tuvo que ver con la gloriosa institucionalidad militar chilena?
Pero también a poco andar, cayó en la cuenta de que en esa más bien difusa imagen mental, una de las muchachas ocultaba paulatinamente a las demás. En realidad, él habría de verla de cuerpo presente en dos oportunidades:
–Cuando me comentaron a comienzos de junio que la Sección Femenina del “Tucapel” sería públicamente presentada en la ceremonia de celebración del Día de la Infantería, sentí la misma vieja rabia. Me repetí que las mujeres nada tienen que hacer vistiendo ropa militar. Fui a la ceremonia ya enunciada –en circunstancias de ese tipo invariablemente me acomete una nostalgia placentera y psicotrópica de mis ya idos días de militar chileno– y las vi: bellas, sensuales y estilizadas, envasadas en los albos uniformes de combate andino que marcaban un abrumador y grato contraste con las tonalidades de sus pieles; graciosas, coronadas por la boina verde oscuro de los montañeses del Ejército de Chile, lo que resaltaba la belleza erótica y sibilina de sus miradas femeninas y la perturbadora placidez de sus traseros –apuntó también nuestro chiflado amigo en su excéntrico bloc de apuntes lingüísticos y semióticos. Pese a su inveterada aversión por la militarización de las féminas, le fue imposible no reparar en una de ellas, que parecía opacar la rutilancia castrense de las demás. Integraba la banda de guerra del Regimiento de Infantería Nº 8 “Tucapel”, a su muslo izquierdo estaba firmemente adosada la caja alemana “Teuber”. Sobre su seno derecho –lo que realzaba encantadoramente el respectivo trocito de género pegado a su tenida de combate– mostraba escuetamente su apellido: Hackernet. Su mano derecha empuñaba firmemente los dos palillos de la caja militar.
Con un casi imperceptible nerviosismo, –que se manifestaba en adelantarse un tanto a las órdenes del comandante de la unidad de formación expresados en los diestros movimientos del tambor mayor– la soldado-conscripto Hackernet golpeaba despiadadamente la caja “Teuber”, contribuyendo así a parir el fragor atronador y redoblante de las cajas de la banda de guerra. A su lado, el cabo Balbuena, alto y gallardo, aporreaba también febrilmente su propia caja bélico-musical. Balbuena se percató muy claramente de la leve inseguridad de la recluta que él había instruido como única integrante femenina de la banda de guerra del regimiento temuquense.
Ese imperceptible nerviosismo tenía a su haber, como se verá, una explicación obvia.
–Yo supe cabalmente que la soldado-conscripto Hackernet era un ser que trascendía lo que para mí era la increíble y blasfema presencia de las mujeres vestidas de guerra en un escenario como el chileno, sedicentemente moderno. La muy hermosa soldado-conscripto Hackernet –nunca lograré saber su nombre de pila pero bien podemos suponer que se llama Rose Marie (o Rosmarí)–…; perdón, yo decía que la soldado-conscripto Rosmarí Hackernet es una fidelísima exponente de la ya fenecida superraza aria. Es bellísima; sus ojos irradian locura, seducción, fiereza y reciedumbre germanas –agregó en su ya abultado y delirante cuaderno de notas–; ¿cómo puede ocurrir que esté cantando la canción ‘Comandante Che Guevara’?
La verdad de las cosas, yo, narrador de esta alucinante historia, no tengo más remedio que decirlo todo: Rosmarí –o como se llamara– cantaba con entera sinceridad y con poderosa convicción la canción ‘Comandante Che Guevara’.

Aprendimos a quererte
desde la histórica altura
donde el sol de tu bravura
le puso un cerco a la muerte.

No tengo más remedio que decirlo todo pues esta historia no puede prolongarse de modo majadero y poco prístino. Cuando nuestro amigo compartió conmigo, hace dos o tres días, unas botellas de vino tinto, quedó muy en evidencia que tiene la sopaipilla pasada: al cabo de tres copas, ya estaba semiebrio, por lo que se vio obligado a dormitar sobre la mesa del bar. Comencé a hojear su desordenado bloc y mi interés fue creciente.
Era su alucinación sin serlo. Él, con su perspicacia de chiflado y con su capacidad para burlar la desgracia, había podido intuir, precariamente pero de modo mágico, una grave vulneración a la seguridad militar. Y él, pese a no tener ahora nada que ver con la retórica castrense, sabía muy bien por cuál lado caminan las vulnerabilidades de la seguridad militar.
Y esto lo digo yo, el narrador, el mítico capitán Rafael Storni: El Ejército de Chile ya empieza a pagar caro el error de haber incorporado mujeres en las nobles filas del Servicio Militar. Puedo afirmar que nada orgánico lo justifica: de lo que se trata es de un prurito de modernidad, alentado por seres como Cheyre y Lagos, y muy del gusto del Fondo Monetario Internacional.
–Es para complacer al feminismo de raigambre judía –bien podría sostener don Miguel Serrano.
Pero, como se verá, el riesgo se empieza a mostrar como mucho mayor.
Rosmarí Hackernet, una muchacha de no más de diecinueve años de bien vivida edad, fue incorporada al Servicio Militar Femenino Voluntario de modo absolutamente no voluntario. Su progenitor, el coronel de Ejército Matías Hackernet, actualmente comandante del Regimiento de Infantería Motorizada Nº 1 “Buin” de Santiago, se había empeñado en que Rosmarí fuera incorporada a la milicia femenina “a ver si así sienta cabeza”. Hackernet había empezado a sentirse sumamente contrariado por lo que él, en su castrense puerilidad, entendía como “difusas ideas izquierdistas”. Fue por eso que tomó contacto telefónico con su compañero de promoción, el coronel Ferreira, comandante del “Tucapel” de Temuco, para pedirle que no dejara por motivo alguno de acuartelar a su hija. De lo que se trata, le dijo, es de que no esté en Santiago con sus melenudos compañeros de la Escuela de Sociología de la Universidad de Chile.
Vienes quemando la brisa
con soles de primavera
para plantar la bandera
con la luz de tu sonrisa
Rosmarí era en verdad una hija rebelde –que, por cierto, no tenía la menor devoción por sus ancestros germanos–, no obstante lo cual la gestión realizada por su padre –a quien despreciaba por ser “un machista bobalicón”– no perturbó sus nacientes quimeras. Sus melenudos amigos la aconsejaron que buscara espacios para la justicia popular en las filas castrenses… ¡Nadie habría de recelar de ella por ser hija de militar!
Ya vestida con la tenida militar de combate, asumió con mucha inteligencia y picardía los ademanes inconvenientes e inesperados de sus instructores. El cabo Efraín Balbuena, por ejemplo –que reparó de inmediato en ella desde el primer día de acuartelamiento–, cayó en la cuenta de que Rosmarí Hackernet no iba a ser seducida por él, motivo por el cual cesó, a poco andar, sus grotescas aproximaciones iniciales. Pero empezó a anidar un deletéreo odio.
–¿Sabe, mi cabo? –le había dicho, irónica y despiadada, la soldado-conscripto Hackernet cuando él se aventuró a tomarle la mano y a intentar besarla en uno de los descansos de la instrucción de la banda de guerra–: No tengo más remedio que decirle que yo soy mucha mujer para usted.
El fuerte rencor de Balbuena –un hombre que se sabe bonito y que sabe detestarse a sí mismo por su poco promisoria condición de futuro suboficial de Ejército– comenzó entonces su proyección.
Es que Rosmarí Hackernet –actualmente procesada en la Fiscalía Militar de Temuco– tenía por misión convertirse en amante del comandante del “Tucapel”, coronel Jaime Ferreira. La idea fundamental de esa incursión amatoria era lograr el acceso al almacén general de material de guerra de la unidad militar. La necesidad era de unos cincuenta fusiles SIG-Famae con su dotación completa de munición, que irían a parar a las manos justicieras de un selecto grupo mapuche de Malleko.
Tu amor revolucionario
te conduce a nueva empresa
donde esperan la firmeza
de tu brazo libertario.

¿Qué más decir? Bueno, que el cabo Efraín Balbuena –dolido y humillado por el desdén de la hermosa mujer –había podido darse perfecta cuenta del amor clandestino entre la soldado-conscripto Hackernet y el coronel Ferreira, y –no se sabe cómo– logró escuchar y grabar una más bien larga conversación entre los amantes. Allí se habló en términos expresos e inequívocos de cómo se haría llegar los SIG-Famae a las manos de los guerrilleros de la Coordinadora Arauko
Malleko de Comunidades Mapuche en Conflicto.
Balbuena, hombre cruel y vengativo, se las arregló para poner en conocimiento de doña Sandra Guastavino, cónyuge del coronel Ferreira, la rutilante infidelidad de su marido y para informar al intendente de La Araucanía que el alto oficial había aceptado colaborar de modo directo y, se diría, completo con la subversión mapuche de raigambre etarra, terrorista y neomarxista.

Seguiremos adelante
como junto a ti seguimos
y con Fidel te decimos:
hasta siempre Comandante
Nuestro personaje, alcohólico y dilecto amigo –hablamos de un ser humano a quien la desgracia se esmera en perseguir sin haber logrado nunca alcanzarlo; a quien, además, siempre –o la mayor parte de las veces– le interesó cuestionar su chifladura–, había llegado a intuir (no sé si sea ésa la palabra adecuada) que estaba en juego una grave vulneración a la seguridad militar. Sin embargo, no estuvo jamás dispuesto a decir que le constaba que la soldado-conscripto Hackernet –a quien llamó arbitrariamente Rosmarí– cantaba con serena pasión y con sutil encanto la canción ‘Comandante Che Guevara’ con el fondo musical del Grupo Abba: primero, todos se habrían reído de él; segundo, él, alcohólico y todo, no era hombre de delaciones ni de forma alguna de mariconada.
Desde los quince o dieciséis años, la muchacha (se llama en realidad Sonia Hackenet –lo vine a saber después–; él la bautizó arbitrariamente como Rosmarí en patético homenaje a una mujer casada que quería ser su amante) se había integrado secretamente como militante de la etapa refundacional (1999) del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, denominada Brigadas Juveniles “Miguel Enríquez”.
Sus aproximaciones a las ceremonias militares le gestaban un sentir bipolar: una mezcla no conciliable entre nostalgia y rencor. Escribió en las páginas finales de su ajado bloc de notas:
–El ciclo se cerró para mí cuando la vi por segunda vez. Me pareció una segunda y macabra ceremonia. La flanqueaba el maldito cabo Efraín Balbuena, su humillado pretendiente y triunfal delator, que tomaba su antebrazo derecho en función de conducirla. Ella llevaba las muñecas esposadas. Su recia y fiera gestualidad –facial y de toda su gallarda anatomía incluido por cierto el brioso trasero de walkyria nórdica– era altiva y dionisíaca. Sobre su seno derecho, sólo su apellido realzado: Hackernet.
“Cuando la vi por primera vez, no quise delatarla; la segunda vez, en patética ceremonia, estaba ya delatada y la conducía su delator. Yo no había querido delatarla porque dejé de sentir afecto por lo militar aun cuando lo militar sigue siendo inexorablemente parte de mi vida ya casi agotada.
Ahora deseo que a ella no le vaya demasiado mal. ¡Y he de esmerarme porque así sea!”.
Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia,
Comandante Che Guevara.

lunes, febrero 06, 2006

¿Escucharás mi relato?


Duque de San Carlos

¿Qué cuentos prefieres, soñada dama? ¿Podré estar seguro de que desees escuchar un cuento?
La música es bella. Casi insondablemente bella. La noche se las trae con una dulce levedad. ¿Qué habrá de ocurrir?
Es claro que la marihuana ya ha hecho de las suyas; es claro que siento la asistencia de la inspiración. Pero ¿qué sentido tendrá que escriba que yo te digo, ahora mismo, que estoy esperando a un amigo (no te diré, por ahora, a un amigo abogado) a cuya mujer he terminado por convertir en mi fantasía sexual (y hasta amatoria) favorita.
La noche es leve, soñada dama mía, han decrecido hasta casi cero los ineluctables rumores exteriores. Ineluctables, pese a que la marihuana ayuda a ignorarlos. Yo necesito estar lúcido; necesito progresar en mis precarias condiciones de escritor. De narrador (en realidad, más que precarias, poderosas y abundantes pero impotentes).
Necesito saber contarte este cuento aun cuando no desees escucharlo; estoy casi seguro de que terminará entusiasmándote (nótese que he aprendido a validar los “casi”), ya que estoy seguro de que terminarás por aceptar navegar con la yerba bendita (Joaquín Sabina habla de la yerbita de Dios; yo prefiero hipotetizar en cuanto a que la marihuana cuenta con la bendición de los dioses sin que pertenezca necesariamente a cualquiera de ellos). Estoy seguro de que darás varias chupadas a mi cachimba aprovisionada con marihuana de buena calidad.
Fíjate: la música insiste, impertérrita (nunca he logrado asustar a la música, menos aún cuando expresa a Wagner), en su belleza que aprisiona. ¿No es mejor que te dejes aprisionar por la música, que des de inmediato un par de chupadas a mi cachimba y que, a través de esa precisa vía, te hagas vitalmente cargo de mi relato.
Yo necesito que me escuches. Que sepas –aun cuando parcialmente– de mi verdad fundamental… Ah, ¿entonces quieres escucharme, dama soñada?
Pues bien, algo alcancé a decirte acerca de la señora de un amigo. Te acoto que es bella y distinguida, y que me ha dado señales leves pero inequívocas de que quiere tener una aventura conmigo.
Me tengo que preguntar (lo que es parte sustancial de este relato) qué he de hacer contigo. Cómo he de tenerte, destructivamente desnuda, en los brazos de un señor de las ensoñaciones.
He de sonreirte de modo persistente con esa nueva sonrisa que luce la parte superior de mi dentadura afrentosamente postiza, mueca que es recomendada por una ilustre y apergaminada sicóloga en términos se ser ese estilo de sonrisa una suerte de credencial de generosidad y de empatía (capacidad ésta para identificarse con alguien y compartir sus estados de ánimo).
–¿Para qué? –te estarás diciendo tú, mujer casada con mi amigo abogado– si tú eres un gallo formidable con sonrisa o sin sonrisa.
Y yo he de contestarte:
–Parece que escuchaste mi relato.