miércoles, febrero 27, 2008

SOBRE NOCTURNO DE CHILE


SOBRE NOCTURNO DE CHILE



Aníbal Barrera Ortega
Periodista

Para quienes hemos tenido la suerte –quizá si a destiempo (lo que no tiene mayor importancia)– de acceder a la formidable prosa de Roberto Bolaño, no nos puede resultar extraño que las traducciones al inglés de varios de sus libros –particularmente, de Los Detectives Salvajes– estén triunfando actualmente en el no poco exigente mundo literario de los EE.UU. de A.
Es ya un lugar común que traducción es traición, tema que exigiría un extenso análisis semiótico-lingüístico (lo que excede el propósito de este comentario). Pero podemos afirmar que resulta plausible la hipótesis de que la prosa de Bolaño no ofrece riesgos mayores de traducción a cualquier idioma en virtud de su ritmo lírico y de sus omnipresentes y frondosas metáforas (¿no será que lo metafórico suele ser de fácil tránsito de un idioma a otro?).
El estilo narrativo de Nocturno de Chile, el febril y tormentoso monólogo de un presbítero del Opus Dei –que no es otro sino el reverenciado José Miguel Ibáñez Langlois, (a) Ignacio Valente– nos presenta un ritmo que fascina por estremecedor y, a la vez, es la descripción genial del duro anatema a la aparentemente imbatible figura del clérigo y crítico literario. Un anatema que es presentado por Bolaño como autoinferido.
Nocturno de Chile es, por otra parte, una expresión casi inocente del inmenso bagaje cultural del escritor, una suerte de sacerdote de la literatura. En esta perspectiva, la breve novela encierra una suerte de confrontación entre la religión fundada en una divinidad creadora y la religión de los creadores literarios (necesarios rivales de Dios). En esa dirección, es muy pertinente recordar el epígrafe de Los Detectives Salvajes:

–¿Quiere usted la salvación de México?
¿Quiere que Cristo sea nuestro rey

–No.

Malcolm Lowry

Nos parece que la prosa de Bolaño está (religiosamente) destinada a sacudir el actual panorama de la literatura chilena e hispanoparlante. Y nos parece que Nocturno de Chile alegoriza de modo formidable lo que ha sido la cíclica y tumultuosa vida de nuestro país.

jueves, febrero 14, 2008

Cuento Nocturno


CUENTO NOCTURNO

Al empezar a escribir no estaba cien por ciento seguro de la pertinencia de su escrito, de la validez de contar todo aquello. Pero por otra parte, no evitaba mayormente pensar en que quizá si aquélla sería su última intentona literaria.

Estaba cansado. O más bien se cansaba con frecuencia (a lo menos tres veces por semana). No, no era ése un tema que tuviera que ver con su edad, con sus casi sesenta y cuatro años. En lo puramente físico, su vigor era superior al de sus veinte: hacía gimnasia de cierta intensidad (al estilo de la que practican los militares ingleses) casi todos los días (la excepción se producía cuando el vino nocturno le pasaba la cuenta al despertar) y practicaba kung fu (arte marcial chino) tres veces por semana.

Se cansaba con frecuencia al recordar lo equívoca que había sido su vida y los múltiples e intensos dolores que ello había gestado.

Y esas noches lo acometían sueños agobiantes e inciertos. Al despertar, él no hacía sino atribuir sus pesadillas a la ingesta de alcohol nocturno. Pudo cambiar de opinión cuando una exquisita psicóloga lo notificó que el vino no era sino una variable más en medio de su abigarrada psiquis.

Y, ahora, cuando se disponía a empezar a escribir había evitado escrupulosamente el consumo de vino tinto, reemplazando el brebaje bendito e invencible por una caótica infusión de hierbas. No estaba totalmente seguro de la necesidad de contar todo aquello, pero sospechaba que los plazos se le estaban terminando.

El sueño empezó a rodearlo. No evitó sonreír brevemente cuando escribió que no era del todo descartable que Morfeo haya atinado a librarlo de las veleidades de los dioses (hablaba de Nietzsche cuando pensaba en los dioses y de Morfeo luego de haber comenzado a interesarse por la mitología griega).

No se dio cuenta del todo cuando comenzó a verla, la visión era primero imprecisa: se escuchaba de fondo la tradicional marcha alemana Erika –la favorita de Pinochet– y un difuso mal olor parecía querer enseñorearse en el ambiente inmediato (hablamos de la sala de trabajo y de reposo nocturno de nuestro hombre). La visión empezó a corporizarse de a poco y de a poco un inédito terror empezó a embargarlo. El proceso duró algunos minutos antes de que ella se manifestara del todo. Era Lucía Hiriart Vda. de Pinochet, se la veía joven, posiblemente de unos treinta años, parecía estar armada con algún instrumento: ¿posiblemente un látigo? Lo estaba mirando fíjamente aunque por momentos dirigía la vista de reojo hacia cualquiera de los lados. Se dijo que él conocía bien esa mirada torva.

–Señora… –atinó a decirle con suavidad.

La mujer lo miró con suma severidad. A él no le resultaba posible establecer el instrumento que portaba doña Lucía, pero supuso fundadamente que la situación era muy peligrosa. Quiso encender un cigarrillo pero ella se lo impidió.

–Mire, joven –lo increpó con su consabida voz chillona–, yo no sé cómo se atreve usted a tratarme de señora después de todo lo que ha propalado sobre mi persona.

Los ojos jóvenes de la ex Primera Dama estaban ahora horadándolo, él supo que esto era el final. La mujer levantó su brazo diestro y se dispuso a descargarle el primer latigazo sobre las manos que aún reposaban sobre el teclado del computador.

Cuando el látigo llegó a su destino, nuestro hombre despertó completamente bañado en sudor. Al día siguiente, habría de colegir que todo se había debido a la caótica infusión de yerbas que estaba bebiendo. Pero, no obstante eso, optó por renunciar a escribir: aquel tema no era para nada pertinente. En realidad, todo su bagaje temático literario era demasiado impertinente. Y ésa debió ser la razón por la cual optó por el suicidio.

jueves, febrero 07, 2008

CARTA A LOS MEDIOS DE PRENSA


Temuco, 6 de febrero de 2008.


Señor director:

El ahora retirado general Gonzalo Santelices no es culpable, no lo es en absoluto. Su paso a retiro –que, estoy cierto, respondió a una decisión y a presiones institucionales, y no fue para nada voluntaria– es injusto. Completamente injusto. Es falaz lo afirmado por el abogado Héctor Salazar en cuanto a que Santelices “pudo haberse negado, como se negaron muchos de los oficiales de la época, a cumplir este tipo de órdenes, y no les pasó nada” (Radio Cooperativa).
Yo también era subteniente en aquellos días de aquelarre. Y no sé de ningún oficial de las Fuerzas Armadas o de Carabineros que se haya negado “a cumplir este tipo de órdenes” (muy distinto es el caso de algunos uniformados, manifiestos simpatizantes del Gobierno del Presidente Allende, que fueron separados de sus cargos el mismo 11 de septiembre de 1973 e inmediatamente encarcelados, vejados y torturados).
Después del inicio de la tragedia, ningún oficial se negó a cumplir órdenes homicidas. Y la razón es clara: estábamos completamente convencidos de la plena justicia de todo cuanto se obraba. Es que se nos mintió pérfidamente. Se nos habló de la necesidad de destruir el terrorismo marxista. Se nos contó historias sórdidas acerca de lo que comunistas, miristas, socialistas, mapucistas y cristianos de izquierda pensaban hacer con nosotros y con nuestras mujeres e hijos. Se nos convenció de la existencia del Plan Z.
Ahora bien, ¿era la superioridad militar de aquellos días la culpable única de todo aquel hervidero de embustes? No, ciertamente. Había toda una “intelectualidad” que vestía de civil –proveniente sin duda de los mismos sectores políticos que habían logrado convertir a las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile en una retahíla de obsecuentes– urdiendo y difundiendo historias macabras. Sembrando el odio que es capaz de engendrar torturadores psicóticos y asesinos.
Santelices, señor director, no es un asesino. En aquellos días, se limitó a cumplir una orden imposible de soslayar, una orden cuya validez él no podía objetar. Santelices estuvo, está y estará seguro de haber cumplido con su deber de militar. Es grosero decir que después de la masacre que tuvo que contribuir a perpetrar haya sido un corcho que “flotó en aguas turbulentas” (la metáfora corresponde al abogado Salazar). Él nunca se supo culpable.
El general Santelices no es un asesino. Hay muchísimos asesinos que no vistieron uniformes militares en aquellos días y que hoy viven su vejez con una placidez envidiable.



ANÍBAL BARRERA ORTEGA
Periodista
Capitán de Ejército ®
Exonerado Político