Tema de tango
Rafael Storni
Nunca la había complacido asistir sola al Teatro Municipal de Temuco, ambiente que para ella revistió siempre especial importancia: le resultaba gratificante que sus numerosos conocidos y escasos amigos supieran que sus bríos de mujer intelectual claramente ligada a la magia suprema del tango estaban siempre acompañados por un varón recomendable.
Pero esta vez no lo había; no le era posible estar acompañada de varón alguno, recomendable o no. Se le había dicho que debería asistir al Tercer Concierto absolutamente sola pero acompañada de “una reciedumbre personal absoluta”. Debería llegar, como siempre, manejando su propio vehículo y exactamente a las 19:45. Fuera de resultarle más bien interesante el repertorio musical de esa oportunidad, ella no sabía exactamente a qué iba. Pero, bueno, 500 mil dólares son 500 mil dólares.
Ocupó sin la menor dificultad la ubicación consignada en el boleto de entrada: T-4. Se le había dicho que, pese a su lejanía del escenario –“o si se prefiere, por su lejanía”–, el asiento era inmejorable. Pero ella no sabía el porqué.
Aprovechó la difusa iluminación ambiental para instalarse los lentes y hojear las notas del programa. Fue así que supo que Peer Gynt, el personaje central del drama homónimo de Henrik Ibsen, cuya música incidental había sido encargada a Grieg, era un soñador inconsecuente y carente de convicciones que dejaba todo a cargo de su fantasía. No evitó sonreir: siempre sospechó que a ella le ocurría lo mismo. Ella es (era) una mujer fantasiosa.
Cuando empezó a oírse la voz melosa y siútica del locutor oficial del Teatro Municipal de Temuco, que conminaba con falsa bondad a apagar “los aparatos de telefonía celular” y a “no hacer uso de elementos fotográficos, fílmicos o de registro de video”, ella estaba pensando en cuán puta era realmente. Y estaba recordando al autor de estas líneas cuando, no hacía mucho, le había dicho que, de modo tan misterioso como inexorable, en cada hombre hay una bestia, y en cada mujer, una ramera.
Y ella comenzó a apagar su celular, no sin antes comprobar la hora: eran las 20:15. Restaban exactos cuarenta y cinco minutos para las 21:00, la hora de encender el celular y pulsar la tecla *.
Irrumpieron los aplausos cuando el director de
Ella logró llegar a decirse que ese hombre –“quizá si con excesivos pergaminos para lo que merece esta ciudad de mierda”– había logrado triunfar en la cruenta batalla de la vida (algún tiempo después, ella, muy cerca de la definitiva locura, habría de confesarme que siente envidia por David Armas. Así se llama el director de
Aún estaba en lo de los excesivos pergaminos de Armas, cuando
En realidad, ella no conocía mucho de música; lo suyo era la pintura en acrílico de los inconfesables y altamente sensuales secretos que ocultan los tangos.
Ella había estado presente en algunos de los días que duró su muestra pictórica Metonimias del Tango en la sala de exposiciones de la plaza Aníbal Pinto de Temuco. Allí llegó a verla el autor de estas líneas. La besó en su frente morena y apetecible (para mí, ella toda entera sigue siendo apetecible a pesar de lo trágico de este desenlace). No se atrevió a la menor audacia. Ni siquiera a acariciar con avaricia, con la palma de su mano derecha, la espalda desnuda de esa mujer ataviada como hembra de tango (a decir verdad, si yo hubiera sido audaz frente a ella en las muchas circunstancias en que estuvimos cerca, la historia sería muy otra). Solía ser el varón recomendable que le hacía discreta compañía en la sala del Teatro Municipal; pero, en fin, él era más equívoco que recomendable.
Le dijo que ella tenía una buena posibilidad de hacerse de buen dinero. Ella contestó que el tema le interesaba mucho, mucho. Él no quiso extorsionarla. Era un secreto funcionario pagado por una anatemizada organización internacional, pero nunca renunció a pensarse como un hombre caballeroso. Bien pudo aprovechar la oportunidad para pensar en desnudarla al compás de Los mareados, en la voz deslumbrante de Adriana Varela, pero, una vez más, optó por evitarlo.
–La misión tuya sólo consistirá en asistir –¡en asistir sola y con una reciedumbre personal absoluta!– a ese concierto de
Ella debió pensar en que 500 mil dólares son 500 mil dólares, lo que equivale a decir la solución a más del noventa por ciento de algunos de sus problemas. Claro que no le hacía la menor gracia incursionar solitaria en el Teatro Municipal ni el supremo sigilo que debería orlar su misión. Ni pispaba tampoco aquello de la “reciedumbre personal absoluta”. Él se vio en la triste obligación de notificarla que no respondería ninguna pregunta más acerca del tema. La respuesta a la proposición –consistente sólo en la escueta locución I’ am Gracia– debería darla por correo electrónico en tres días más; la casilla respectiva la anotó en una hoja de cuaderno. Casi amenazante, él le dijo que esa hoja debería ser quemada inmediatamente después.
Nerviosa y todo, optó por dejarse arrobar por la música. La barcarola que describe el amanecer le entregó alguna serenidad. Dormitaba a ratos, pero cada quince minutos cotejaba la hora en su reloj.
A la hora señalada, encendió el diminuto aparato de telefonía celular. La súbita luz la encandiló brevemente y originó la protesta del varón que estaba sentado dos asientos hacia su derecha:
–Apague esa weá, pu iñora.
Ella –mujer de naturaleza agresiva– hubiérase levantado a abofetear al roto grosero. Pero, en fin, 500 mil dólares…
Oprimió la tecla * y volvió a sumirse en los magistrales compases –Alla Marcia e molto marcato-Più vivo– de la postrera cuarta parte de Peer Gynt.
Quince minutos después, David Armas, reverencia tras reverencia, empezó a ser ovacionado de pie. Ella hizo lo propio.
Al cabo de tres minutos, casi todos los asistentes salieron a estirar las piernas o a desocupar sus vejigas. Ella salió al hall del teatro y encendió un cigarrillo.
No le fue fácil ubicarla entre la marejada. Por fin la vio: casi aterida de frío en su escotado e irresistible vestido de mujer tanguera, fumaba con clara impavidez en el exterior del Teatro Municipal de Temuco.
–¿Qué pasó? –le dijo con inconfundible violencia.
–¿Por qué? –respondió Graciana con su inveterada altivez de mujer intelectual, tangófila, tangómana y tanguera.
–¿Apretaste la tecla a las nueve? –le consultó en forzada y furiosa sordina.
–¡Por supuesto! –volvió a responder sin bajar su altivez.
–¡Puta de mierda! ¡Debería abofetearte! –le espetó con odio supremo y se alejó, con más rapidez que la debida, de su lado, hacia una de las salidas exteriores del Teatro Municipal. La operación había fracasado, lo que lesionaría gravemente su prestigio de agente residente.
Por cierto, Graciana no entendió nada, pero estaba gravemente herida. Él –su única y real esperanza de poder seguir haciéndole pelea a la vida, el hombre recomendable con el que le complacía mostrarse en el Teatro Municipal de Temuco– la había insultado: ¡Puta de mierda! Y ella se sabía emputecida. ¿Por qué? Porque estaba recordando al autor de estas líneas cuando, no hacía mucho, en una de nuestras sedicentes e intelectuales conversaciones regadas con vino de buena calidad, le había dicho, de modo tan misterioso como inexorable, que en cada hombre hay una bestia y en cada mujer, una puta. Ella no quiso preguntar el porqué, pero el tema le quedó grabado como letra de tango.
Regresó a su ubicación T-4 cuando sonó el estridente y poco elegante sonido de la chicharra que conminaba a volver a las aposentadurías. El hombre grosero pasó delante suyo a ocupar su asiento; ella no se percató.
Durante el intermedio, sin que ella pudiera saberlo, el hombre grosero la había observado con la mayor detención y había quedado prendado de su gallarda majestad de sesentona ataviada con tenida femenina de tango. Había reparado en la aún recia majestad de sus senos precariamente cubiertos por la elipsis del escote de su vestido negro –Gracia solía no llevar sostén– que, además, contaba con una estratégica rajadura al costado de su pierna izquierda, perfectamente adornada por una media transparente que lucía pérfidos rombos rojos y que era sustentada por un botín de gamuza negra cuyas delgadísimas tirillas de sujeción inútil sabían inequívocamente conferir un plus a la gallarda prestancia general de la mujer.
Esa fue la razón por la cual el hombre grosero decidió sentarse al lado de Gracia. Ella, sumida en su angustia lacerante, no lo notó.
Mientras transcurría Konzertino, de Ferdinand David, con sus elocuentes solos de trombón, los caóticos pensamientos de Graciana oscilaban entre su tangomanía y las extrañas circunstancias concretas que ella había vivido desde que él le ofreciera 500 mil dólares. Ella sabía poco y nada de ese hombre enigmático; lo tenía sólo por un periodista bebedor de vino tinto, incansable conversador y mañosamente idealista. Alguna vez, lo sumió en la mitología del tango y llegó a pensarlo como a un misterioso aventurero solitario. Llegó a verlo como a un pasajero itinerante por los arrabales de Buenos Aires y, correlativamente, ella se vio como la prostituta salvífica. Tema de tango, sin duda alguna. Ahora, con el fondo musical de
No sabía qué hacer. Por momentos, deseó levantarse de su asiento y salir corriendo y gritando destempladamente.
Por momentos, quiso mimetizarse con la música que estaba siendo dirigida por David Armas, un hombre a todas luces triunfador. Y envidió –pese a su soberbia– a todos los seres humanos que han triunfado. Se supo –de una vez y para siempre– perdedora en el siempre cruento combate por la vida. Él le había dicho muchas veces: el combate por la vida es siempre cruento; suele negar la vida misma. Y he ahí la razón por la cual en cada hombre aloja una bestia y en cada mujer, una puta.
Mientras
Logró decirse que finalizado el concierto, preguntaría al hombre grosero si se atrevía a acompañarla a su casa. Sin duda, Gracia asumía que ese desconocido –al que dirigía cautas miradas de soslayo que le sugerían que era físicamente recomendable– le diría de inmediato: “Eh... Por supuesto, señora”. Con una extraña tranquilidad, se dijo que no tendría porqué no resultarle gratificante estar desnuda en los brazos de ese varón. Hasta sería posible que éste se interesara en sus metonimias de tango expresadas en acrílico.
–¿Por qué no lo van a entusiasmar mis mujeres arrabaleras desnudas? –se preguntó de viva voz en un susurro.
–¿Qué dice, señora? –escuchó preguntar a su vecino, el hombre grosero, a la par que éste ejercía una notoria presión sobre su mano derecha.
–No, no, nada; se lo puedo decir después, cuando termine la música –le respondió Gracia con la terminante serenidad de su voz sensual, que ella vio siempre vinculada a la magia tanguera de Adriana Varela.
La música culminó cinco o seis minutos después. Los aplausos se desataron en la amplia sala del Teatro Municipal de Temuco. Gracia desató su mano derecha de la izquierda del hombre grosero y aplaudió con sincera devoción. El hombre grosero hizo lo propio: aplaudió con un fervor al que no estaba acostumbrado.
–¿Qué duda cabe de que este tipo no valora el arte? –afirmó en clave de pregunta la mujer tanguera, tangófila y tangómana. A despecho de su pasado en el MIR y a su más bien vago izquierdismo actual, ella sostenía que el Teatro Municipal de Temuco no tenía porqué estar al alcance de los rotos.
Cinco minutos después, la amplia sala empezó a desocuparse de su público. Resultaba cómico escrutar las fisonomías de quienes salían hacia el exterior: se les veía complacidos por la gala musical que habían presenciado, pero no poco angustiados por el grado bajo cero que les daría la bienvenida bajo el cielo poco estrellado y archicontaminado de la ciudad del Ñielol.
Diez minutos después, sólo permanecían sentados en la fila T Gracia y el varón grosero. Ella decidió actuar con la mayor calma: ya llegaría el momento de preguntarle si se atrevía a viajar con ella hasta su casa, a lo que él respondería: “Eh... Por supuesto, señora”.
Retiró su mano de la mano del varón grosero y encendió su celular. Esta vez, no hubo protesta alguna. Acto seguido, por un puro y tanguero capricho, oprimió la tecla *.
Los remeció y aturdió la portentosa explosión que se produjo de inmediato en la ubicación del medio de la fila A, la reservada a las autoridades selectas que solían asistir a las temporadas del Municipal. Una cegadora proyección verde-violácea se elevó en una millonésima de segundo desde el asiento A-25, arrancado de cuajo, hacia las placas de madera de abedul que, colgadas desde el cielo de la sala, garantizaban una acústica inmejorable. Casi de inmediato, una de esas placas gigantescas, envuelta en fuego, cayó estridentemente sobre las primeras filas de asientos generando de inmediato un proliferante incendio. En lo alto, el wagneriano chisporroteo de los focos de iluminación parecía querer presidir la dantesca circunstancia.
Gracia se levantó aterrada y corrió desesperadamente, ensordecida por la poderosa onda sonora de la explosión, hacia la salida de la sala. El hombre grosero la imitó, pero gritando a todo pulmón: ¡Ella fue! ¡Ella lo hizo! ¡Ella fue! ¡Ella lo hizo! ¡Deténgala! ¡Deténgala!
Los vigilantes privados del Teatro Municipal de Temuco se hicieron presentes de a poco y vacilaban aterrados ante la incógnita de lo que había ocurrido.
–¡Hay que apagar el fuego! –gritó una vigilante femenina ataviada con una ridícula tenida de corte militar. Acto seguido, la mujer –cuyo nombre es Marta Gutiérrez, según me lo dijo al tiempo después, cuando yo empecé a recapitular el horroroso fracaso de la misión que a mí se me había encomendado: la muerte del agente director de operaciones del Mosad israelita para Chile: Ted Ventura, poderoso aliado del alcalde de Temuco, cuya minuciosa planificación de Inteligencia había conseguido la vergonzosa defenestración del senador Jorge Lavandero– regresó hacia las oficinas del Teatro Municipal en busca de un extinguidor de fuego.
Cuando todas las compañías del Cuerpo de Bomberos de Temuco comenzaron a desplazarse, acompañadas por una infernal parafernalia de sirenas, hacia el lugar de los hechos, Gracia conducía su automóvil Mazda por la calle Senador Estébanez hacia su casa. Iba sola. Había logrado desprenderse de la histeria del hombre grosero que la culpaba de la acción terrorista semiconsumada. Poco rato después, comenzó a beber vino tinto en el recibidor de su casa a la par que escuchaba el último CD de Adriana Varela que había adquirido –Cuando el río suena– en su equipo de sonido.
Nunca podremos saber el porqué del fracaso de la primera pulsación de la tecla *. Uno de los primeros informes técnicos emitidos desde Buenos Aires, sede para las acciones operativas de Al-Qaeda para América del Sur, sostuvo, en términos de mera posibilidad, que la persistente humedad atmosférica de Temuco pudo haber impedido la proyección de la señal desde el celular asignado a Gracia hacia la pequeña antena receptora adosada a la carga explosiva que habíamos instalado quince días antes bajo el asiento A-25.
El agente director de Al-Qaeda para América del Sur había decidido la ejecución de Ted Ventura luego de existir plena certeza de que asistiría, acompañado por el alcalde de Temuco, al Tercer Concierto de
Gracia fue detenida tres días después. Además de las delirantes declaraciones del hombre grosero, no pocos la habían visto huir. Y ella es una mujer sumamente caracterizable por su prestancia de tanguera y por lo penetrante de sus ojos de dama intelectual.
Aún no sé bien si por consejo de su abogado o por propia decisión, la mujer tanguera, tangófila y tangómana repitió y sigue repitiendo que un desconocido le había ofrecido dinero sólo por pulsar la tecla * de un aparato de telefonía celular.
Francamente hablando, estoy arrepentido. Si hubiera tenido la audacia de convertirla en mi amante –posibilidad que siempre me resultó interesante–, todo habría sido distinto.
Sólo pude verla varios meses después. El Juzgado de Garantía se había allanado a internarla en una clínica privada gracias al informe médico presentado por su abogado, que hablaba de que Gracia estaba afectada por una catatonia incipiente pero con tendencia a la proliferación. No pudo extrañarme que no me reconociera y que sólo me hablara amargamente de su fracaso personal y de la envidia que le suscitaba David Armas, el director de
Estoy seguro de que quiso protegerme: mal que mal, alguna vez quiso ser la prostituta salvífica de un aventurero equívoco como yo. ¿Tema de tango? ¡Sin la menor duda!
2 comentarios:
He ahí algo del amigo Edvard Grieg... que aunque no protagonizó los posteriores episodios de la Europa, se puede decir que es de los nuestros.
http://www.epdlp.com/compclasico.ph
p?id=1020
No puedo sino proseguir sumándome...
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