miércoles, septiembre 28, 2005

¿Cinematografía?



Comandante Storni

No sé si tenga sentido contarlo; se trata de hechos y de circunstancias más bien triviales: parece que es mucho lo que se ha escrito en torno a las posibles peripecias –a las peripecias posibles– de la humana sexualidad.
Pero la verdad es que yo quiero, al respecto, contar relatos –y, claro, relatar cuentos– imposibles de ser convertidos en cine ni en cinematografía.
¿Qué fue exactamente lo que me calentó de ella? La verdad ha de ser dicha: me formulo tal interrogante porque a mí me ha costado dirimir con ellas. Pocas saben –y quizás si lo hayan contado– que yo fracasé estruendosamente con ellas.
¿Odio a mi madre? No pocas veces lo pensé:
–¿Qué se le va a hacer si tú eres solo? –me dijo uno de esos tantos días de antaño.
Y yo no supe qué contestarle (la verdad es que pocas veces he sabido contestar; sin embargo, ahora sí lo sé, lo cual rubrica mi enfermizo optimismo de escritor). Pero empecé a odiar aquello: la omnipresencia materna en aquellos días de antaño.
Pero botemos lo accesorio: no sirve. Lo que sirve es el yo, delirio de muchos.
Tiene sentido contarlo. Y no se podrá convertir en una película cinematográfica aun cuando casi todo haya ocurrido en el hotel Chapelco –allí en la muy exacta intersección de las calles Cruz y Portales (en la intersección suroriente) de Temuco.
El novelesco autor de estas líneas no podrá ser identificado desde la cinematografía por la muy escueta razón de que es demasiado novelesco: no existe. Pero lo objetivamente importante es que desea fervientemente existir.
Yo quiero poseerla a ella. Ya no tengo demasiado que imaginármela porque ya sé de ella que tiene un enigmático –de significación oscura y misteriosa y muy difícil de penetrar– tatuaje en uno de sus senos: en el del lado derecho.
El del lado derecho de su escotada camiseta deportiva que dice –de derecha a izquierda– Soy tu Diosa.
¿Cinematografía?

jueves, septiembre 22, 2005

El acto de justicia del guatón Carlitos



El cosaco Storni

El guatón Carlitos me lo contó hace algún tiempo. Parecía henchido de orgullo: había sido un acto de justicia. Es que Carlitos es un hombre que dice amar la justicia.
Pero dos o tres días después recibí otra versión de lo ocurrido en el mejor de los saunas de Temuco. No, no había sido un acto de justicia sino un burdo y grosero (aunque plausible) acto de matonaje que el guatón Carlitos generó y protagonizó.
El tema de ese sauna –séame permitida la disquisición– reviste, señores, no poco interés académico. Digo académico en tanto que correlato de la más vibrante de las academias: la semiótica o semiología. En ese sauna los signos son palmarios en el sentido de lo fácil que resulta su análisis. Y, bueno –esto exigiría una muy amplia –extensa e intensa– pormenorización que sin duda desvirtuaría el sentido del presente relato–, estamos ciertos de que la semiótica o semiología es la única manera de saber para dónde vamos los humanos animales.
Al guatón Carlitos le complace singularmente ir a ese sauna. Como que se siente allí protagonista de un acto de justicia: el de la purificación de su aterradora anatomía de ciento doce kilos por el calor castigador de la cámara de madera, casi completamente seco (el instrumento de medición higrométrica allí instalado no ha marcado jamás más de un 30 por ciento de humedad), que debe ser administrado por un interminable y diminuto reloj de arena durante 15 minutos que llegan a ser insoportables. Pero ese suplicio ritual es amorosamente contrastado con la maravillosa zambullida en la gélida agua de una piscina cuya profundidad permite al torturado lanzarse de cabeza a su rara interioridad. Cuando Carlitos se lanza a la danzante agua, todos los demás clientes del sauna temen un cataclismo: es muchísima el agua que desplaza nuestro personaje. Emerge al cabo de un par de minutos de pretendidas briosas brazadas en la precaria longitud de la alberca. Pasea entonces su desnudez objetivamente grotesca en el trance de cuatro o cinco metros embaldosados. Se sabe –se siente– ya redimido de su agobiante fealdad, por lo cual pide a Jano, el muy funcional camarero, que le sirva un whisky doble. Cuando el guatón Carlitos se siente así redimido y nutrido por un alcohol de más de cuarenta grados, reaparece en él la violencia, lo que es la expresión del contenido de su mismidad: él cree firmemente –y es posible que sea ésa la única fe que de verdad profesa– que la vida humana es un constante acto de violencia.
Y es así como súbitamente dice de viva voz mientras reposa en su incierta longitud (ya que lo único cierto en el guatón Carlitos es sólo medible en la latitud de su pornográfica y aterradora barriga) sobre una estera de madera:
–¿Y dónde está el conchaesumadre del Donoso para sacarle aquí mismo la chucha?
La versión entregada a este servidor por el guatón Carlitos es terriblemente diferente. A mí me dijo que cuando él hubo llegado a la cámara del sauna desde la calle, había encontrado al profesor Evaristo Neculmán, aventajado exponente de lo menos malo de los mapuche[1], profundamente triste.
–¿Qué le pasa, mi peñi, que tiene esa cara tan triste? –le preguntó en el marco, insistimos, de su versión.
–No sé hasta cuándo me van a humillar, don Carlitos –le respondió el profesor Neculmán, sostenedor de varias escuelitas rurales cercanas a Temuco–, otra vez me dijeron que tengo olor a indio y que echo a perder la pulcritud de este sauna.
–¿Quién le dijo eso, mi peñi?
–Los de siempre, don Carlitos: el señor Donoso, el señor Gransotto, el señor García y el señor Duhalde.
Cuando el guatón Carlitos –hombre recio después de todo– dijo de viva y retumbante voz: “¿Y dónde está el conchaesumadre del Donoso para sacarle aquí mismo la chucha?”, Donoso, corredor de propiedades y varón mezquino, optó por darse por aludido ya que pudo escuchar con la mejor nitidez la audaz y durísima imprecación del guatón Carlitos. Movido no por honor sino por el espúreo interés de estar a la altura de su condición de presidente de los sauneros (grotesca y temuquense manera de autodenominarse de quienes profesan el oximorónico ritual de gélido calor), Donoso empezó lastimosamente a aproximarse a la estera donde reposaba la humanidad de Carlitos.
–¿Se refería a mí, don Carlitos?
El guatón Carlitos se puso rápidamente de pie y asumió de inmediato la posición boxeril de guardia. Me ha dicho en varias oportunidades que fue campeón divisionario de boxeo cuando cumplió con el servicio militar obligatorio en un regimiento de infantería de Iquique.
–Putas, don Carlitos, ¿qué es lo que usted tiene en contra mía? –dijo el presidente de los sauneros en el más servil de los tonos.
Por toda respuesta, Donoso recibió un fortísimo recto al mentón que lo tumbó de inmediato en el resbaloso suelo del sauna. La blanca toalla que cubría sus partes pudendas quedó de inmediato roja con la sangre que comenzó a brotar desde su nariz.
Pero a decir verdad, más allá de la validez de las respectivas versiones, el castigo propinado a Donoso en su insolente protuberancia nasal, fuera de ser sobradamente merecido (con arreglo a las razones que serán dadas más adelante), no suscitó repulsa alguna en contra del guatón Carlitos entre los sauneros: todos tenían plena conciencia de que, pese a presidirlos en sus obsesiones rituales, Donoso era en el fondo un huevón de mierda mequetrefe, un huevón entremetido, bullicioso e inútil: clasista, ignorante, temuquense por antonomasia y prepotente (ustedes bien pueden entender que esas valoraciones son de mi plena autoría).
Distinto fue lo ocurrido con García (ya que no con Duhalde ni con Gransotto, a todos los cuales el guatón Carlitos les sacó también sus respectivas crestas). La diferencia está en que García no tiene una cresta infame: Hermógenes García Sabugo –bisnieto de un más bien ilustre colonizador español que, pletórico de buenas ansias, llegó a Talcahuano allá por 1865, siento finalmente desplazado por las inmorales autoridades chilenas de entonces hasta Temuco, ciudad ya considerada entonces como una suerte de pintoresca metáfora del Far West estadounidense. Aquí pudo establecerse holgadamente como herrero y fabricante de herraduras, logrando amasar una cuantiosa fortuna, lo que se rubricó allá por 1890 cuando los García y los Picasso llegaron a ser emblemáticos de lo único ilustre que ha generado Temuco– era un hombre respetado por los temuquenses de todos los pelajes[2] y ambientes: cortés, ferviente católico, hombre de conversación simple pero no aterradora, dadivoso con su plata, capaz de obsequiar flores a las gloriosas prostitutas que frecuentaba, se había ganado en muy buena lid la estimación buena de moros y cristianos.
Y ésa fue la razón precisa por la cual el gesto del guatón Carlitos llegó a caer en el más completo descrédito, motivo por el cual urdió rápidamente la versión alternativa: la de que fueron Neculmán y su ya expresada humillación lo que precipitaron el cruento desenlace parcialmente descrito por mí.
Ahora bien, yo, en tanto que periodista y sedicente escritor, me he hecho el propósito de avalar y divulgar la versión que me fuera entregada por el guatón Carlitos.
Es que, señores, hay allí la expresión de un contenido (y ésta es semiótica pura) de hipotética dignidad. Carlitos arrastra su fealdad y su talante monstruoso pero dice amar la justicia y cree que la vida humana considerada en su globalidad es un constante acto de violencia, lo que viene a significar (esto también es ejercicio semiótico) que el guatón Carlitos está más allá de su pornográfica y aterradora barriga. Su error, obviamente, fue haber dejado ensangrentado por completo a Hermógenes García, quien jamás habría dicho ni por asomo al profesor Neculmán que tenía olor a indio ni que su presencia mapuche perturbaba la pulcritud del mejor sauna de Temuco. En esa perspectiva, no debió incluir en su versión al ilustre hijo de Temuco, no debió hacer decir a Neculmán que había sido ninguneado por Donoso, Gransotto, García y Duhalde.
Pero lo pagó caro. Mientras castigaba a Gransotto haciendo ostentación de un elegante estilo boxeril, perdió pie en el resbaloso piso de la cámara de sauna y cayó pesadamente sobre el incandescente aparatejo generador de calor sequísimo: se quemó horrorosamente el brazo.
Pero para mí es claro –como quedó dicho– que Donoso, Gransotto y Duhalde, temuquenses borrachines y siúticos, recibieron una merecida golpìza.
¿Qué más agregar? Bueno, que también yo amo entrañablemente la violencia.
[1] Nos parece preferible emplear el adjetivo gentilicio mapuche en singular, lo que si bien contraría la concordancia sintáctica de número con el artículo los, se acomoda al estilo que los integrantes más ilustrados de ese pueblo originario han consagrado: para ellos, no existe nuestra pluralización.
[2] Es muy posible que Temuco sea la ciudad de Chile en que son reconocibles más pelajes o condiciones sociales concretas.

martes, septiembre 13, 2005

Desempate de Comandos


El Estornino
Rafael y Matías se vieron por primera vez, hace ya una muy larga y tragicómica angustia, en las playas aledañas a Quintero, en la zona central de Chile. Eran entonces tiernos adolescentes.
Fue allí que ambos conocieron simultáneamente a Annelies Yost, una muchacha hermosa y de mirada triste, que tenía entonces sólo doce años, pero que ya era escultural (pese a carecer de senos), lo que sin duda presagiaba a la archideseada y quizá si diabólica mujer de los días actuales.
Rafael y Matías rivalizaron entonces de modo ocre[1] –lo que obviamente los dejaba en empate– y hasta llegaron a darse de golpes, en combate franco y leal, en una de las playas aledañas a Quintero, habiendo proyectado su confrontación sombras gigantescas y fantasmales sobre una inmensa cantera, por efecto de la majestuosa fogata alrededor de la cual ambos estuvieron sentados sobre la paja de pino, tensos, durante un buen rato, hasta que Matías le dijo –en realidad, le gritó– a Rafael:
–¿Qué mirai huevón de mierda?
Rafael se levantó de inmediato y con su mejor cara de decidido –debió abrirse paso entre varios muchachos de ambos sexos, que seguían embelesados el filme que el Instituto Vida Sana proyectaba nocturnamente los días jueves, empleando como telón la inmensa cantera blanca–, y endilgó hacia Matías que también se había levantado. Al quedar frente a frente, a una distancia que se pudo estimar en cincuenta centímetros, Rafael lanzó su diestra empuñada hacia la armoniosa nariz de Matías, pero erró levemente y golpeó el labio superior, de casi catorce años de vida, del apuesto muchacho. La sangre manó de inmediato.
Parecía un desempate.
Matías, inteligentemente optó por la lucha cuerpo a cuerpo. Cogió a Rafael por los hombros y lo desequilibró con facilidad. Ambos rodaron por el suelo propinándose mutuamente crueles golpes de puño. A poca distancia –a unos cinco metros–, Annelies (al igual que todo el resto de los más de cincuenta muchachos) había visto interrumpida la proyección de Arenas de Iwo Jima –con John Wayne como el sargento Fred Striker–, ya que ahora los dos recios gladiadores (ya que no jocundos muchachos) proyectaban sombras grotescas y fantasmales que cubrieron completamente el rectángulo de la proyección fílmica). Ella, Annelies, contemplaba satisfecha el espectáculo. Poniendo su exquisita y morena mano derecha abierta sobre su corazón, en lo que parecía una clara gestualidad esotérica, dijo en voz alta, pero para su propio capote:
–Estos gallos se están sacando la cresta por mí.
Mister George Djiminó, encargado general del campamento Vida Sana, ponderado y masónico recinto en cuyo interior tenían ahora lugar la fogata, la función de cine y el inesperado combate de Rafael y Matías, decidió intervenir:
–Nou, nou, nou –dijo a los muchachos, que interrumpieron de inmediato la febril y salvaje pelea–; estou nou puede ser así. Si querren pelear, que sea coun reglamentou boxeril.
Rápidamente, aparecieron guantes, vendas, linimentos para masajes, toallas y hasta un gong para marcar los rounds; también protectores de cabeza (que ambos contendores rechazaron pues, dijeron, querían pelear en la más franca y desprovista). Un monitor del Vida Sana se llevó a Rafael Storni a uno de los costados y otro a Matías Lazzeri al costado opuesto. Djiminó pactó cinco rounds de tres minutos cada uno. A la señal reglamentaria, ostentosamente hecha por el supervisor estadounidense, comenzó el combate. Rafael se manejaba holgadamente en el deporte del boxeo –había sido preparado por el campeón chileno Arturo Godoy (lo que obviamente deberá ser materia de otro riguroso relato)–; le costó muy poco derrotar en el primer round por K.O. a Matías.
Otro desempate.
Viene aquí lo que posiblemente sea la única belleza (en el sentido de hecho enaltecedor) de esta narración. Rafael, antes de que Djiminó le alzara su brazo derecho como vencedor de la brega, le dijo:
–¿Sabe, mister? Le pido que nos declare empatados.
–¿Cómou? –se asombró el gringo.
–Matías es un hombre valiente. Peleamos porque a los dos nos gusta la misma niña. Pero él fue capaz de enfrentarme; no quiero ser el ganador de este combate, mister.
Djiminó, hombre formado en los caballerescos parámetros del escultismo –movimiento de juventud que pretende la educación integral del individuo por medio de la autoformación y el contacto con la naturaleza–, entendió perfectamente a Rafael. Y alzando el brazo izquierdo de Matías y el derecho de Rafael, dijo con solemnidad:
–El resultadou de este coumbeite pactadou a cincou rounds es… ¡Un empeite!
La rechifla fue histórica (mister George Djiminó nunca había sido antes pifiado). Annelies nada entendió. Pero Rafael abrazó a Matías y le dijo:
–¿Sabís huevón? Nos sacamos la cresta por la Annelies… ¿Por qué no nos hacemos amigos y veamos quién la conquista? Ahí desempataremos de nuevo.
Matías, visiblemente emocionado, devolvió el abrazo y dijo a Rafael:
–Seamos amigos. ¡Compadres!
Matías Lazzeri no perdía de vista que estaban nuevamente empatados, lo que obviamente hacía lejana a Annelies Yost.
Al año siguiente, Rafael se convirtió en cadete militar, y Matías, en cadete de la Escuela Naval Arturo Prat. Habían convenido que el que lograra mejores merecimientos militares, ocuparía el corazón de Annelies. Mientras se definía ese tema (asunto que habría de durar varios años), la muchacha se dejaba cortejar por los dos. En esa dirección, Rafael tenía la enorme ventaja de estar en Santiago y de que la Escuela Militar del General Bernardo O’higgins alzara toda su gallarda estulticia a muy poca distancia de la casa de Annelies. Matías, en cambio, estaba en Valparaíso, de tal suerte que sólo podía ver a la muchacha una vez por mes. Rafael pudo besar a Annelies primero que Matías, aunque esa diferencia terminó por difuminarse cuando Matías, después de una fiesta vespertina y envalentonado por el pisco, acarició los incipientes pero ya muy hermosos senos de ella, quien lo dejó hacer por casi cinco minutos (con las obvias consecuencias fáciles de deducir).
¿Un desempate?
Al cabo de más de cinco años, ya señores oficiales de sus respectivas instituciones (Rafael Storni era subteniente de Ejército en el arma de Caballería Blindada y Matías Lazzeri tenía el mismo grado en el Cuerpo de Infantería de Marina), ambos decidieron hacer juntos el curso de Comandos, puesto que asumían que la muy bella mujer habría de ser reposo de guerreros superiores. Y del mejor de los guerreros superiores.
Fue muy duro. Uno y otro estuvieron a punto de flaquear. Durante seis largos meses, se sometieron a todos los rigores que forman a los combatientes de élite. Cada uno perdió más de diez kilos de peso. Debieron saciar la agobiante hambre no pocas veces devorando a un atontado pero fierísimo gato que se defendía con dentelladas y rasguños del recio combatiente humano que intentaba romper con sus dientes la garganta del felino para hartarse con su sangre. Estuvieron toda una semana sin dormir ni un solo minuto. Soportaron horrorosos tormentos en el campo simulado de prisioneros. Etc., etc., etc.
Se pusieron de acuerdo para ver juntos a Annelies –ambos con el cabello escrupulosamente rapado, lo que llevó a la muchacha a comentar que eran un par de mamarrachos ridículos– más o menos cada dos meses. Se seguía registrando un ya aburrido empate.
La mujer tenía conciencia de esa caballerosa rivalidad –y de ese no menos caballeroso empate– entre Rafael y Matías. A decir verdad, le hubiera gustado mucho disfrutarlos a ambos, pero, en otra de sus intuiciones esotéricas, decidió que no optaría por ninguno de los dos.
Aquello estaba comenzando a resultar diabólico.
Fue así que los subtenientes Rafael Storni y Matías Lazzeri, graduados ya como Comandos (y con la mejores calificaciones), luciendo en sus uniformes el glamoroso distintivo correspondiente, se sorprendieron grande y fatalmente una tarde cualquiera, empuñando, galanos, sendos ramos de flores rojas, al encontrar a Annelies Yost semidesnuda, en brazos de un ruin estudiante de Sociología, enemigo declarado de todo lo heroico.
En fin, había transcurrido ya una larga angustia desde los días de Quintero. Decidieron poner abrupto fin a aquello. Habrían de batirse con corvos en el mismo lugar en que seis años antes ambos se cotejaron en boxeril competencia, avalada por el espíritu cívico y laico de Mister George Djiminó. Ambos resultaron muy destrozados después de combatir solitarios en el mismo lugar, empleando para ese efecto el desgarrador cuchillo corvo de los Comandos. No hubo esta vez majestuosa fogata alguna, pero la blanca cantera quedó manchada para siempre con la sangre guerrera y generosa de ambos.
Pero aún así, los heroicos subtenientes Rafael Storni y Matías Lazzeri no lograron desempatar.
Y Annelies Yost –archideseada y diabólica mujer– lo supo claramente.










[1] Ocre: Mineral terroso, deleznable, de color amarillo, que es un óxido de hierro hidratado, frecuentemente mezclado con arcilla. Sirve como mena de hierro y se emplea en pintura.

martes, septiembre 06, 2005

Sopesando a Sonia


El Estornino

Bueno, siempre es provechoso sopesar las cosas. En mi opinión, sopesar las cosas es exactamente lo que significa el ensayo, el género literario así denominado.
Pero, también en mi opinión, sopesar las cosas no conlleva la obligación de transportarlas.
Por ejemplo, creo que he renunciado a seguir soportando las cosas del pasado: aquellas múltiples, recurrentes y aun voluntarias insuficiencias.
De lo que se trata ahora –¡de una puta vez por todas!– es de ensayar lo que viene. El futuro. Ese cúmulo de hechos y de circunstancias en los cuales se deberá llevar la voz cantante. ¡Basta de humillaciones! ¡Basta de rehuir la soledad! (no en vano, Jaime Huenún, el sedicente poeta mapuche, dejó dicho en Puerto Trakwl: …La soledad nos había librado para siempre/ de todo temor y de cualquier destino).
Pues, sopesemos: de ahora en adelante, cero de temores y mucho de libertad. Hombre, ¡si te has ganado la libertad! Y sabrás usar libremente tu libertad. Esa libertad conquistada en la noble escuela del sufrimiento.
En lo que, por ejemplo, se refiere a las mujeres, deberás saber buscar; de haberlas, las hay.
Aunque haya que pagarlas.
A decir verdad, es mejor pagarlas. Y, claro, sopesarlas debidamente.
Habrá de aparecer Sonia –al azar sean dadas las gracias–, una estupenda estudiante del penúltimo año de periodismo.
Alta. Morena. Altanera. Olerá a hembra. Se valora y respeta en esos y en otros precios. Sonia es tan bella como lo es una escultura de Rodin. Es elegante. Su precio es obviamente alto, te dirás.
–A ver –el tema no me resulta grato para nada–, ¿cuánto cuesta compartir contigo una noche? –le dirás con cautela mientras comparten un whisky.
–Tú me caes bien: eres bien hombre para tus cosas. Digamos que 60 mil pesos… incluyendo, por supuesto, un par de buenos pitos y, qué sé yo, dos o tres whiskies.
Se pacta con ella. No lo olvides: se pacta con ella confiadamente, porque Sonia es una excelente profesional del periodismo sexual: una de sus fuentes –una amiguita lesbiana– le ha proporcionado amplias informaciones acerca de lo que nos gusta a los varones heterosexuales.
Sonia es una diosa del sexo. Deberás asumir eso con mucha altura de miras y, lo que sin duda es más importante, con toda humildad: es tu diosa y deberás adorarla.
No obstante el ya hecho pago de los 60 mil pesos (tu habrás de pensar en otorgarle 10 mil más: 70 mil pesos; porque vaya que se los tendrá merecidos), haz de ser prudente: deberás ver en cada paso cómo hacer las cosas. Si te abandonas –como tantas veces te has abandonado–, todo se irá a la mierda.
Deberás sopesar.
No, no, no; olvida por completo el Viagra o el Cialis; no necesitas robustecerlo… ¡Te lo aseguro!
Será todo bueno.
Te juntarás con Sonia en el café Premium, a la hora convenida. Tú estarás sereno, bien vestido y con una dosis adecuada de fragancia masculina. Ella, al verte, a unos cuatro metros de distancia, se cerrará el chaquetón azul al darse cuenta de que tú reparaste en que no lleva sostén, ya que percibirás con toda claridad la suma insolencia transparentada de sus pezones morenos. Su polera blanca parecerá a punto de hacer explosión. Cubrirá, entonces, ese devastador panorama lo que –ustedes lo imaginan– resultará aún más devastador.
Pero le tomarás la mano con tu mejor y más sentida galanura, y caminarás con ella en dirección al taxi colectivo que los llevará hasta el appart hotel preconvenido. En el colectivo serás sobrio: sólo su mano tomada y leves y prudentes olfateos a su cuello adornado con una descomunal, sinfónica y brillante cadena de plata. Sí, sin ninguna duda ésa ya será una experiencia inolvidable: olerla y escuchar el sonido armonioso de esa cadena de plata que juguetea y se desliza sobre sus senos carentes de loriga. Y estampar en ese aroma divino lo mejor que puedas ofrendar a tu diosa morena.
Llegarás al lugar del ritual. La ayudarás galantemente a bajarse del auto y esta vez ella no ocultará la majestuosa vehemencia de sus senos. Tú empezarás a soñar; tu virilidad responderá de inmediato como en los mejores tiempos.
Subirán una amplia escalera. La llevarás cogida de la mano para que no pueda escaparse. Uno nunca sabe. Llegarán ante la promisoria revelación en bronce de la habitación número cinco. Abrirás tú la puerta. La camarera, dotada de un trasero no creíble, te dirigirá una maternal y elocuentísima mirada de aliento: ¡te las tenís que poder con la Sonia!
Cerrarás con suavidad la puerta tras de ti. La experiencia olímpica estará comenzando.
Sonia procederá a quitarse el chaquetón azul y tú sabrás de inmediato que estás a merced de ella, que es tu diosa la que manda.
¿Qué más?
Francamente, no lo sé. No lo he sopesado aún.

sábado, septiembre 03, 2005

Dos mujeres


Me alegro que estén ellas, pues serán musas de inspiración. Es posible que estas escuetas explicaciones no sean capaces de abrirse paso en la cruel tecnología posmoderna. No obstante, ahí estarán: dos mujeres sospechadas pero desconocidas.

La vida vivida



La tragedia que Robledo ignoró

El Estornino


Fue una experiencia muy interesante (lo sigue siendo: es mucho lo que hay que contar al respecto), te lo aseguro. Yo estuve en aquella guerra (bueno, no llegó a ser guerra pero estuvo a minutos de serlo).
La tarde no quiere morir en este día 21 de diciembre de 1978. El sol poniente proyecta sombras gigantescas e imprecisas sobre el vivac del batallón liviano del Regimiento Reforzado Nº 17 “Los Ángeles”, muy cerca de la mítica Piedra del Indio. Gigantescas, imprecisas y francamente malolientes sombras para el teniente coronel Robledo, comandante de la posición defensiva allí constituida que –se supone onanistamente en la planificación operativa de la III División del Ejército de Chile– deberá rechazar en pocas horas más –para ser exactos, en nueve horas más: a las 3 de la madrugada del 22 de diciembre de 1978– la embestida bélica de fuerzas argentinas muy superiores. Incomparablemente superiores.
(Yo siempre he sostenido –hasta hoy– que la superioridad material argentina no habría mellado la superioridad del espíritu militar chileno. Pero puedo estar equivocado).
El teniente coronel Nibaldo Robledo Santelices –oficial del Ejército de Chile desde 1961–, a quien su señor padre, ferviente masón, siempre reprochó que se haya hecho militar, como se lo exigió su señora madre, ferviente integrante de la Legión de María, desde su primera infancia– huele un destino que hasta calificaría de trágico si supiera cabalmente qué significa lo trágico. Lo sabe de manera muy vaga, lo que, al cabo de un tiempo, terminará por ser mejor para él.
Robledo asume que morirá en nueve horas más; lo percibe a nivel olfativo en las sombras gigantescas que los roqueríos aledaños a los pasos fronterizos Pichachén, Desecho, Picunleo, Pilunchaya, Copulhue y Copahue abalanzan, claramente presagiantes, sobre el vivac del batallón liviano de infantería.
Siempre queda la duda. Robledo viene atisbando desde hace mucho tiempo que su cónyuge, Laura, bien podría cometer adulterio con ese abogado de Concepción, ya sospechoso entonces de ser un comunista de mierda. Y, como es obvio, le acongoja en grado sumo estar a nueve horas de morir por la patria (piensa que caerá abatido por los primeros obuses de la poderosa artillería argentina). Y de morir, muy posiblemente, en los precisos momentos en que el abogado comunista de mierda, allá en Concepción, esté produciendo el tercer o cuarto orgasmo en Laura esa noche.
Robledo masculla extensas e intensas maldiciones en contra de su difunta y católica madre mientras camina entre el vivac y los puestos avanzados de combate. Pero lo que le corresponde ahora es –como lo aprendió hace muchos años en los Sagrados Corazones de Viña del Mar y como se le repitió hasta la saciedad en la Escuela Militar, en la febrilmente recia Escuela de Infantería de San Bernardo y en la puerilmente solemne Academia de Guerra del Ejército– cumplir fielmente los deberes de estado, sus pomposos deberes miliraes: debe inspeccionar por última vez todas las instalaciones de la posición defensiva. Los emplazamientos de los únicos cuatro morteros disponibles (los argentinos, diez kilómetros hacia el este del paso Pichachén, cuentan con doce piezas de artillería de alto calibre. Robledo lo sabe perfectamente y ese pensamiento lo deprime y hasta acrecienta y somatiza sus difusos pero agudos celos que destruyen con furia artillera la cándida imagen juvenil de Laura, mujer que recibió educación esmerada en el colegio Dunalastair de Santiago). Las instalaciones logísticas del batallón liviano. Sabe que allí deberá sobrellevar las bromas agudas y macabras del cabo Santibáñez, gordiflón cocinero que invariablemente le pregunta cuándo todos estaremos hecho pebre (aún cuando Santibáñez y todo el batallón han sido notificados varias veces de las presunciones básicas de la Dirección de Inteligencia del Ejército de Chile en orden a que la apabullante arremetida argentina se producirá a las tres de la madrugada del 22 de diciembre de 1978). Robledo no ha reprendido jamás al cabo Santibáñez: ¿por qué si no dice otra cosa que la verdad? El emplazamiento de la sección de Telecomunicaciones divisionaria. Preguntará allí, sólo por cumplir con las exigencias de su autoridad, si ha llegado algún criptograma que cambie el decurso fatal que aún aguarda por nueve horas. En fin, todas las trincheras del batallón liviano de Infantería que está comandando (él tuvo durante algún tiempo la frágil esperanza de ser dejado a cargo de la Gobernación Provincial de Los Ángeles, lo que obviamente habría evitado que Laura se marchara con los niños a Concepción. Y ocurre, estimado amigo, que el abogado comunista de mierda vive en Concepción. No sé si me entiende…
Yo estuve en aquella guerra. Mi comandante Robledo confió mucho en mí, especialmente cuando compartíamos un whisky –bebidos de modo horroroso en los jarros de aluminio de campaña, destinados a ser llenados sólo con café– por lo que, a decir verdad, yo no debería estar ahora escribiendo.
Entre muchas otras interesantes motivaciones, los hondos tormentos de mi comandante Robledo me llevaron a considerar seriamente el enigma del destino humano y de la profesión militar (que era también la mía) (me puse a estudiar semiótica y a hurgar en el sentido de lo trágico).
Como es bien sabido, la guerra terminó por no ocurrir (es indudable que estuvimos muy cerca, pero, a mi juicio, los argentinos no nos hubieran sacado cresta y media como se suele repetir; así me lo dicta al menos mi difuso orgullo de ex militar).
Pero a Robledo siempre le quedó la duda en torno a las aventuras adulterinas de Laura. Nunca ocurrieron según me lo dijo ella mucho después, pero a mí también me queda la duda. En una larga conversación que tuvimos tres años después en Santiago –yo ya había dejado de ser oficial de Ejército– reconoció que el abogado de Concepción, injustamente considerado comunista por Robledo –ya que, once o doce años después de la abortada guerra, se convirtió en un talentoso diputado del PPD– , la había estado requebrando desde hacía mucho tiempo, que se besaron en los labios no más de dos veces (es en eso que a mí me entra la duda, puesto que siempre asumí que una mujer casada que entrega los labios lo está entregando virtualmente todo), que le dijo en una oportunidad que cómo era posible que ella, hermosa y vibrante, estuviera junto a un hombre tan papanatas y pobre de facha como Robledo (ella, pese a su clara capacidad para desenvolverse en la vida social, lo que sea dicho de paso, la consagraba como una eficaz cónyuge de un señor oficial del Ejército de Chile, debió recurrir a un diccionario enciclopédico para saber que papanatas significa una persona simple y crédula o demasiado cándida y fácil de engañar.
Cándido y todo, y a pesar de que su facha no lo anunciaba como un intuitivo, Robledo olía un destino que hasta habría calificado de trágico si hubiera sabido cabalmente qué significa lo trágico. Lo ignoró pese a olerlo. Y la depresión siguió haciendo de las suyas.
Y ésa es la única razón y causa de que se haya suicidado hace pocos días, aquí en Santiago, con su pequeña pistola Starlet de cargo particular y de magro calibre. Sin la menor duda, un desenlace funesto. Una tragedia. Toda una tragedia ya que en una torpe carta que me dejó afirmaba que hubiera preferido ser convertido en pebre por los obuses argentinos de alto calibre.
Afortunadamente, Robledo no llegó a saberlo bien.

Éste es otro cuento que considero de calidad


Un frustrado ritual de marihuana

Capitán Storni

La verdad es que no me gustan los rituales. Aun cuando me queda muy en claro que la vida está sobrecargada de rituales. Querámoslo o no, la vida humana sigue –quizá si porque tiene que seguir– un riguroso ritual. Parece ser ésa la principal condena que arrastramos: terminar viéndonos prisioneros de ritualidades que, de modo muy claro, ensombrecen la libertad o sencillamente terminan por mostrarse trágicas. No, no me gustan los ritos.
¿Qué es lo ritual? ¿Por qué no ensayar una definición (más bien, claro, personal)?
Ritual es todo ese conjunto de cosas y de temas por los cuales intentamos creer que somos –o que podemos ser– objeto de interés para una divinidad cualquiera (tema, sin duda, abstruso y no posible de descodificar aquí).
Lo que aquí relataré y que tiene obviamente que ver con ritos– me tocó vivirlo. Me tocó, aun cuando no haya plena certeza, apodíctica certeza, de que no fue un sueño.
Me lo contó Matías.
Por razones que no es del caso establecer, Matías –militar que había sido expulsado del Ejército de Chile por sus ideas extrañas– tenía una obsesión notable: la de hacer el amor con una mujer maravillosa en una cumbre cordillerana y al interior de una carpa adecuada.
Quizá si por aquello de las casualidades preñadas de sentido, de las cuales habló Nietzsche, Matías dio con una mujer maravillosa. Maravillosa en tanto que verdadera alegoría de los pecados de la carne: su mirada de un pardo no definible –particularmente cuando llevaba puestas las gafas– era sencillamente aterradora, capaz de abatir –de humillar alegremente– al más presto de los varones. Marlene –tal era su adecuado nombre, pues a Matías, frustrado hombre de guerra, le resultó muy obvio asociarlo con la mítica Lily Marlene de los soldados alemanes– hipnotizaba como saben hacerlo ciertas letales víboras. Medía un perfecto metro y setenta en construcción morena. Su piel solía reflejar muy esmeradamente la luz solar y –soñaba Matías luego de haber confeccionado los cigarrillos de marihuana– sin duda habría de reflejar la tenue luz de la lámpara de montaña que usarían en la carpa. El arco de sus cejas parecía a la vez denotar y connotar su crueldad: Marlene era diestra en el empleo del látigo y disfrutaba mucho empleándolo. La cascada desordenada de su cabello castaño cayendo con suma indolencia por el lado diestro de su rostro atenuaba no sin misterio los suaves brillos de la luz. Sus senos… En fin, no parece del caso ingresar en descripciones en que no quede clara la diferencia entre lo erótico y lo pornográfico. Sí digamos que tenía no más de treinta pletóricos años y que estaba casada con un bobalicón agricultor de Curicó. Ello resultó a Matías particularmente incentivador, puesto que, al igual que Oscar Wilde y que yo –lo que no es poco decir–, pensaba que el único que no conoce el gusto de las mujeres casadas es el propio marido. Sí, qué duda cabe, las casadas son particularmente interesantes.
Bien, Matías dio con esa desiderata. Vencidas sus obvias primeras inhibiciones, se arriesgó a invitar a Marlene a compartir un whisky en un lugar privado y altamente exclusivo. Allí, ella se dejó besar ampliamente pero se negó a que Matías le manoseara los senos.
–Matías, no es éste el momento –le dijo con suave perfidia.
Venciendo la contrariedad no esperada, Matías empezó a conversarle sin más trámites de la posibilidad de que viajaran al volcán Lonquimay para pasar juntos la noche en una carpa isotérmica y de origen militar (detalle éste de suma importancia para Matías, un completamente equívoco ex militar).
–¡Ése sí que será el momento! –le dijo entonces él triunfalmente.
Ella asintió coqueta.
Marlene diseñó a Matías el escenario que quería y las ritualidades que era necesario ejercitar, pues, le aseguró, ella era una mujer sagrada. Matías estuvo completamente de acuerdo. Le dijo que ella dijera cómo quería aquella venturosa y muy excepcional circunstancia de unión carnal (en realidad, Matías no se lo dijo pero empezaba a pensar muy seriamente que aquella noche de placer cordillerano sería la única y la última que vivirían: se empezó a decir con la mayor seriedad que aquel logro maravilloso tendría que ser inexorablemente breve e irrepetible, pues él tendría la obligación de suicidarse después).
Habría de ser una heroica, mítica y ritual aventura sexual cordillerana.
–Y deberemos cumplir el rito de la marihuana. No te olvides que soy una diosa y que necesito ser honrada con ritos –advirtió a Matías a la par que lo apabullaba con su mirada lacerante.
Matías habría de proveer una dosis adecuada de marihuana de calidad inequívoca. Antes de viajar, tendría que confeccionar el mismo –pese a su falta de motricidad fina en los dedos de sus manos o, dicho más bien, debido a esa deficiencia (lo que contenía sin duda alguna otro acto ritual de preparación para el encuentro supremo)– cuatro cigarrillos de yerba inequívocamente buena mezclada con tabaco de excelente calidad. Llegados al lugar de instalación de la carpa y luego que él la dejara debidamente armada, procederían a fumar uno de los cigarrillos cuando el sol se estuviera ocultando. En ese momento, fueran cuáles fueren los dictámenes del instinto, no se tocarían en absoluto y se dejarían llevar por la magia psicotrópica y ritual de la marihuana: la diosa se entregaría poco después en los brazos ansiosos del arisco guerrero.
Matías se esmeró como jamás antes lo había hecho en su vida. Con el concurso de una máquina artesanal para armar cigarrillos, estuvo toda una noche en esa tarea. “Tienen que quedar perfectos”, le había advertido Marlene. A eso de las seis de la mañana, contempló triunfante el fruto de su heroica dedicación. En poco más de dos horas, pasaría a buscarlo el taxi colectivo que había arrendado, Marlene subiría cuatro cuadras más allá para barrer con cualquier eventual suspicacia. Inmediatamente después, el vehículo enfilaría hacia Lonquimay y sus pensadas cumbres.
Todo resultó a la perfección. Marlene llevaba puesto un violento pulóver que dejaba en plena evidencia su carencia de sostén. En el taxi colectivo, se limitaron a viajar cogidos de la mano. Al cabo de algo más de dos horas, despidieron al chofer e iniciaron la caminata. Era una maravillosa ritualidad, algo enteramente insospechado y magnífico.
Llegados a la cota dos mil trescientos del volcán, Matías procedió a armar la carpa militar. Disfrutó enormemente tal ya olvidado acto.
Y el momento del paroxismo ritual había llegado.
–Dame mi cigarrillo –le dijo Marlene desde su explosivo pulóver.
Matías le extendió solemne una caja de oro. Ella cogió el cigarrillo y puso en evidencia la belleza trágica de su mano.
–¿Me lo enciende, mi señor?
Aquel mi señor sonó a gloria en los oídos de Matías.
En realidad es necesario hacer una precisión. Matías, por razones concretas de salud a sus cincuenta y dos años, había dejado de fumar tabaco, por lo cual ya no portaba como antes encendedor o fósforos. ¡Y el heroísmo de la fase preparatoria le había impedido recordarlo!
Y, bueno, esa fue la razón por la que se vio obligado a decir a Marlene:
–El problema, amor mío, es que no tenemos con qué encenderlo –hizo una breve pausa antes de agregar estúpidamente:
–Y no tenemos con qué encender el anafe ni la lámpara.
Marlene lo miró sin crueldad, pero hubiera querido tener el látigo en la mano. En subsidio, le propinó una estentórea bofetada antes de emprender sola el viaje de bajada.
Bueno, como es obvio, Matías no se suicidó: el ritual había quedado dramáticamente frustrado.
Lo que sí, carezco de plena o apodíctica certeza de que todo aquello haya ocurrido realmente. En cualquier caso, como lo dije desde un primer momento, los rituales no son de mi gusto.