jueves, febrero 14, 2008

Cuento Nocturno


CUENTO NOCTURNO

Al empezar a escribir no estaba cien por ciento seguro de la pertinencia de su escrito, de la validez de contar todo aquello. Pero por otra parte, no evitaba mayormente pensar en que quizá si aquélla sería su última intentona literaria.

Estaba cansado. O más bien se cansaba con frecuencia (a lo menos tres veces por semana). No, no era ése un tema que tuviera que ver con su edad, con sus casi sesenta y cuatro años. En lo puramente físico, su vigor era superior al de sus veinte: hacía gimnasia de cierta intensidad (al estilo de la que practican los militares ingleses) casi todos los días (la excepción se producía cuando el vino nocturno le pasaba la cuenta al despertar) y practicaba kung fu (arte marcial chino) tres veces por semana.

Se cansaba con frecuencia al recordar lo equívoca que había sido su vida y los múltiples e intensos dolores que ello había gestado.

Y esas noches lo acometían sueños agobiantes e inciertos. Al despertar, él no hacía sino atribuir sus pesadillas a la ingesta de alcohol nocturno. Pudo cambiar de opinión cuando una exquisita psicóloga lo notificó que el vino no era sino una variable más en medio de su abigarrada psiquis.

Y, ahora, cuando se disponía a empezar a escribir había evitado escrupulosamente el consumo de vino tinto, reemplazando el brebaje bendito e invencible por una caótica infusión de hierbas. No estaba totalmente seguro de la necesidad de contar todo aquello, pero sospechaba que los plazos se le estaban terminando.

El sueño empezó a rodearlo. No evitó sonreír brevemente cuando escribió que no era del todo descartable que Morfeo haya atinado a librarlo de las veleidades de los dioses (hablaba de Nietzsche cuando pensaba en los dioses y de Morfeo luego de haber comenzado a interesarse por la mitología griega).

No se dio cuenta del todo cuando comenzó a verla, la visión era primero imprecisa: se escuchaba de fondo la tradicional marcha alemana Erika –la favorita de Pinochet– y un difuso mal olor parecía querer enseñorearse en el ambiente inmediato (hablamos de la sala de trabajo y de reposo nocturno de nuestro hombre). La visión empezó a corporizarse de a poco y de a poco un inédito terror empezó a embargarlo. El proceso duró algunos minutos antes de que ella se manifestara del todo. Era Lucía Hiriart Vda. de Pinochet, se la veía joven, posiblemente de unos treinta años, parecía estar armada con algún instrumento: ¿posiblemente un látigo? Lo estaba mirando fíjamente aunque por momentos dirigía la vista de reojo hacia cualquiera de los lados. Se dijo que él conocía bien esa mirada torva.

–Señora… –atinó a decirle con suavidad.

La mujer lo miró con suma severidad. A él no le resultaba posible establecer el instrumento que portaba doña Lucía, pero supuso fundadamente que la situación era muy peligrosa. Quiso encender un cigarrillo pero ella se lo impidió.

–Mire, joven –lo increpó con su consabida voz chillona–, yo no sé cómo se atreve usted a tratarme de señora después de todo lo que ha propalado sobre mi persona.

Los ojos jóvenes de la ex Primera Dama estaban ahora horadándolo, él supo que esto era el final. La mujer levantó su brazo diestro y se dispuso a descargarle el primer latigazo sobre las manos que aún reposaban sobre el teclado del computador.

Cuando el látigo llegó a su destino, nuestro hombre despertó completamente bañado en sudor. Al día siguiente, habría de colegir que todo se había debido a la caótica infusión de yerbas que estaba bebiendo. Pero, no obstante eso, optó por renunciar a escribir: aquel tema no era para nada pertinente. En realidad, todo su bagaje temático literario era demasiado impertinente. Y ésa debió ser la razón por la cual optó por el suicidio.

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