viernes, noviembre 14, 2008

¡A pesar de haber sido boxeador!


Aun cuando la señorita Sandra sostenga lo contrario, yo creo que no estoy loco.
Debo reconocer que mis nociones en torno a la locura son demasiado básicas. No obstante, me atrevo a decir que no estoy loco y que es falso que lo haya estado desde niño. Pese a que desde niño amé la guerra.
Hay cosas que, definitivamente, la señorita Sandra no entiende.
Pero sí debo aseverar fuertemente que aquella vez enloquecí. Enloquecí aun cuando siempre amé la guerra.
No soy yo ni el autor ni el narrador de este relato. O soy el autor y el narrador a medias: cuento con la mediación de un periodista audaz. El huevón es harto raro, pero ama el boxeo. Tiene edad como para ser mi padre. Y ha sabido hablarme claro: me ha dicho que, por huevón, me arrastré hasta un infierno desde el cual cuesta salir.
Me llamo Carlos. Tengo veintiocho años y un par de meses. Por algún intrincado motivo, siempre amé la guerra. Creí en la dimensión sublime de la guerra. Ya a los ocho años comencé a creer que la vida tiene sentido: me veía emulando a Arturo Prat. No es que Prat me despertara una especial admiración ni que haya podido valorar la dimensión histórica de su gesta, sino me interesaba emularlo como mero protagonista de un acto de guerra. A esa altura supe empíricamente lo que es la adrenalina. En mis noches de niño pobre, cuando imaginaba que me encontraba en combate en la rada de Iquique, mis pupilas se dilataban para mejor ver todas las incidencias de aquella hermosísima confrontación bélica. Y mi corazón de niño galopaba cuando me veía saltando a la cubierta del Huáscar. A esa altura, nadando en adrenalina, me empezaba a quedar dormido mientras saboreaba la gloria de mi muerte en combate. El olor de la pólvora quemada es sencillamente maravilloso.
Sin embargo, nunca fui violento ni lo soy ahora (en estas patéticas y no esperadas circunstancias en que me encuentro).
A los quince años, empecé a boxear con guantes de boxeo. En el ring y con todas las de la ley. Aprendí a amar ese deporte, el venturoso y cabal deporte de la brutalidad regulada. Mi mentor fue un popular boxeador profesional de Temuco, cuya identidad sacra reservo sólo para mí. Por su digno y varonil intermedio, logré saber que el boxeo es la más magistral metáfora deportiva del insigne y varonil arte de la guerra. Porque la guerra es también una magistral brutalidad regulada.
(No se piense que yo soy capaz de elucubraciones de este tipo: son cosas del periodista: él me ha dicho, en la dinámica de muchas tertulias tristes, que cree poder interpretar de buena forma las cuitas que le he confiado en este lugar. Y yo creo que es así: el periodista me cacha y me alienta. Y me dice que no incube rencores, me dice que las mujeres son indefectiblemente así. Y me dice que mi problema es la huevonería).
No soy un hombre de letras ni de luces, soy más bien del montón. Mi escolaridad limita con los dos últimos años de la enseñanza media, los que aprobé hace algunos años mientras cumplía el servicio militar en el Regimiento “Tucapel” de Temuco y era ya boxeador consagrado como campeón de campeones.
Me gustó la cosa militar. Bueno, me había gustado siempre. Pero me gustó quizá si especialmente cuando, nombrado ya cabo segundo de reserva, por mis muy claros merecimientos castrenses, fui coronado como campeón de boxeo militar. Mi categoría era superwelter: pesaba casi exactamente 70 kilos. Mi estilo boxeril era considerado elegante. Fue en el asiento divisionario del Ejército, en Valdivia. Era mi primer año del servicio militar. ¿Cómo no recordar que el ambiente de aquella oportunidad –el Gimnasio de la Universidad Austral– tenía el aroma glorioso de la pólvora quemada? Es que estaban plenamente hermanados lo boxeril con lo militar. Nos habían dado cita a más de cincuenta púgiles militares de todos los regimientos de la IV División del Ejército. Y yo fui campeón de campeones.
A poco andar, desde que me convertí en conscripto del Ejército, había yo quedado integrado a la selección de boxeo del Regimiento Tucapel. Los cabos y los sargentos cacharon en breve que mi estado físico (y mi clara prestancia boxeril, creo yo) de aquellos días eran inmejorables. Soy un gallo sin vicios, lo que, estoy seguro, debo al noble deporte del boxeo y a mi amor por la guerra. Me han dicho siempre que no tengo mala facha. Hablo poco. No fumo ni tabaco ni yerba: jamás he experimentado con marihuana ni con otras cosas análogas (análogas, en tanto que relación de semejanza entre cosas distintas). Sólo en algunas oportunidades bebo cerveza y en cantidades que considero claramente menores.
Aquella vez sí enloquecí: había bebido mucho güisqui y estaba ebrio; me sentía navegando entre efluvios de pólvora ardiente –el aroma de la pólvora quemada es sencillamente ineludible– y de adrenalina, e hice lo que hice. El periodista me asegura que no habría enloquecido si antes hubiera fumado prudentemente la yerbita de Dios y, por ende, el desenlace de todo hubiera sido otro. Un final menos cruento. Sí, creo que pudo ser posible, pero yo era un guerrero y un boxeador fanáticos: pese a que me la ofrecieron muchas veces, siempre me negué a fumar marihuana. Creía que es cosa de maricones; y, claro, un boxeador siempre habrá de negarse a ser maricón (tengo que precisar que el periodista me ha repetido que si bien en Chile no se han conocido boxeadores maricones, sí es posible encontrarlos en cantidad no despreciable en Argentina).
Bueno, no quiero marear a ninguno de ustedes con mis relatos boxeriles; juro que seré económico al respecto.
Lo que quiero decir es que aquella vez perdí el sentido de lo boxeril. Enloquecí. Sentí por primera vez la necesidad de matar. En el boxeo eso nunca ocurre. Claro, ocurría en mis ensoñaciones guerreras, pero no eran sino eso: puras ensoñaciones (ensoñaciones puras).
Me gustó harto la cosa militar. Postulé a la Escuela de Suboficiales del Ejército; quedé aceptado. Seguí boxeando, gané más y más pergaminos. Al cabo de dos años, salí graduado como cabo segundo de planta del Ejército de Chile, en el arma de Infantería.
Todo marchó bien. Me fue bien en todo. Se me consideraba un instructor militar de excepción. Me daba el lujo de ayudar con plata a mi mamá y ya estaba empezando a pensar en casarme con la Blanca. Pero llegó destinado a mi regimiento –el Regimiento de Infantería Motorizado Nº 1 “Buin”, de Santiago– mi teniente Martínez (omito, por consejo de mi abogado, su nombre u otras caracterizaciones que posibiliten su identificación). El hombre había pasado cuatro años en el Regimiento “Chacabuco”, en Concepción, y llegó al “Buin” con fama de ser un excelente oficial. Mi teniente tenía la facha de un actor del cine español. De Antonio Banderas. (En realidad, esto empezó conjeturándolo el periodista cuando me pedía que le describiera el físico de Martínez. Cada vez que yo lo hacía, el periodista comentaba que mi teniente compartía el biotipo de Antonio Banderas. Yo no sabía nada de Antonio Banderas; nada, en absoluto. Pero cuando el periodista se consiguió con el cabo Mardones acceso a Internet y me mostró más de treinta imágenes de Antonio Banderas, no puedo menos de decir que mi teniente Martínez era igualito a ese actor español, lo que, como se verá, tiene en el presente relato una importancia mayor y terminal).
A los tres años en el grado de cabo segundo, quedé aceptado para realizar el Curso de Comandos. Desde que empecé a vincularme con la cosa militar, me pareció el más digno de los desiderátum llegar a lucir sobre mi cabeza la boina negra que adorna la cruenta y siempre mojada cerviz de los Comandos y a mirar el mundo con una especial fiereza. O, al menos, con un estilo especial (como en el boxeo). Siempre sospeché que el Curso de Comandos es algo así como el paroxismo de la lógica guerrera, de ese sentido de las cosas que quise vivir –y que viví delirantemente, con adrenalina y pólvora incluidas– desde niño.
Mi teniente Martínez quedó también aceptado para realizar el Curso de Comandos, pero con un puntaje bastante inferior al mío. El hombre tenía una excelente pinta y era harto canchero, pero le faltaba ser boxeador, como yo. Y, como se verá, le faltaba ser propiamente un guerrero (el periodista me ha informado que Nietzsche habló de las abismales diferencias entre los militares y los guerreros).
Nos habíamos preparado juntos para ser Comandos durante más de seis meses. Trotábamos casi todas las tardes más de quince kilómetros por todo el entorno del Parque Metropolitano de Santiago, con el casco de acero en la cabeza, llevando la mochila de asalto cargada de ripio y portando el fusil Sig-Famae y todos sus cargadores. Hacíamos incontables levantamientos en la barra, tanto en pronación como en supinación; nos esmerábamos con abdominales de todo tipo y con decenas de flexiones de brazos desde el suelo. Nadábamos vestidos en la piscina del regimiento. Yo empecé a admirar su prestancia principesca. El periodista me comenta que aquello fue el principio del fin.
En una de ésas, compartiendo unas pocas cervezas (fuera del regimiento, por cierto), mi teniente Martínez me dijo que fuera de las horas de servicio lo tratara de tú; que no me hiciera problema con eso. Yo le contesté que era para mí un honor que él me lo pidiera. (No me pareció relevante que mi monitor temuquense de boxeo me haya repetido muchas veces que, al igual que en el ring, en la vida hay que saber cuidar las distancias).
En otra de ésas, un mes antes de irnos a al Curso de Comandos, le dije a mi teniente que la Blanca, mi polola de varios años, quería conocerlo. Me contestó que para él sería un gran honor. A la Blanca yo le conversaba sobre mi teniente Martínez, le decía que era muy caballero, muy elegante, muy buen conversador, muy rebién pinteado. Que yo lo admiraba. Y, por supuesto, que era mi amigo (el periodista me ha dicho muy paternalmente que yo soy sobradamente huevón).
Debo puntualizar que yo me sentía inflado con esa amistad: ya no se trataba nada más que de estar preparándonos juntos para ser Comandos del Ejército de Chile, de lo que se trataba era de que éramos amigos lo que, dicho sea de paso, es un logro casi imposible en la cosa militar chilena, sordamente clasista y discriminatoria. Además, yo admiraba su belleza masculina.
Nos encontramos en un exclusivo pub de Providencia (mi abogado me ha recomendado que no lo identifique). Martínez me había dicho perentoriamente que él correría con el financiamiento de la invitación. Yo acaté disciplinadamente.
A las tres de la tarde de ese fatídico día sábado, nos bajamos del Metro con la Blanca y caminamos un par de cuadras hasta el pub. Martínez ya estaba elegantemente instalado. Sentado en un sofá, una pierna sobre la otra, bebía vino blanco en una copa de cristal, ingería bocadillos de jamón serrano (después supe que el vino era de la exclusiva marca Beronia y fermentado en barrica) y parecía solazado con una adecuadamente distante música clásica.
Supe desde el principio que ese ambiente no era ni para la Blanca ni para mí: podrá inferirse de lo ya expresado que yo no puedo ser un de gustos caros, que soy una persona de modesta complexión social. Para mí, lo real es que mi origen social es modesto: nací y crecí en el barrio Santa Rosa de Temuco. Desde niño supe de privaciones y de la falta de padre.
Martínez estaba vestido con contundente garbo. Después supe que su tenida completa era de la afamada marca Giorgio Armani, lo cual, según el periodista, implicaba que, si yo no hubiera sido tan huevón, habría podido comenzar a saber que mi amigo teniente no era una persona de fiar. (¿No te diste cuenta, Carlitos, que un teniente de Ejército no puede financiar con su sueldo ni la indumentaria Giorgio Armani ni el vino Blanco Beronia fermentado en barrica? –me ha preguntado varias veces el periodista– ¿Cómo mierda no pudiste cachar que ese huevón era un chanta y un cafiche?)
De inmediato, Martínez se levantó del sofá de estilo que estaba ocupando y se acercó parsimoniosamente a nosotros.
–¿La señorita Blanca? –le dijo a mi polola, a la par que la escudriñaba, la besaba en la mejilla, le contemplaba los senos y la cogía de ambos brazos. Yo no le di importancia, no me gustó que la besara pero entendí que era un asunto ligado al ambiente y a la circunstancia.
La Blanca se veía estupenda. Recuerdo que yo me sentí como sobrando: no andaba vestido para ese ambiente. Me había puesto mis bluyines más nuevos y una polera negra adornada con motivos deportivos. Mis zapatillas no eran del todo malas (eran Nike), pero nada podían con la elegancia de los mocasines Giorgio Armani que calzaba el teniente Martínez quien, dicho sea de paso, era un fulano harto bien parecido (me parece que ya hablé de Antonio Banderas). La Blanca, en cambio, parecía una reina y no desentonaba para nada ni del ambiente ni de la circunstancia. Le había pedido a la administradora del supermercado donde trabaja como cajera que le prestara pilchas elegantes. La jefa, que es de la misma talla que la Blanca, le pasó de todo: algo así como un gorro de color blanco que enmarcaba perfectamente su carita de niña buena, una polera blanca, hecha del mismo material que el gorro, con tirantes delgados y un escote no demasiado audaz. (Yo preferí hablar de un escote no demasiado audaz; el periodista quería escribir “un escote que mostraba con audaz parcialidad la insinuación de sus senos deliciosos”. Bueno, yo me negué porque, por grave que haya sido todo lo que ocurrió, no se me puede olvidar que mi primer monitor de boxeo me inculcó siempre un respeto proverbial hacia las mujeres. Aunque sean putas y traidoras, me decía).
Yo me sentía sobrando. El ambiente y, en especial, la circunstancia estaban siendo apropiados para la Blanca pero no para mí. Martínez, con el garbo de Antonio Banderas, me puso sus brazos sobre mis hombros y me preguntó:
–Tú, Carlitos, me tienes que decir qué les ofrezco para que brindemos por esta oportunidad.
Yo no sabía que había que brindar; estaba muy turbado. Me sentía sobrando. Hasta pensé en volver a tratarlo de usted.
–No…, decídelo tú nomás –le dije entrecortadamente.
El teniente le habló latamente a la Blanca de las bondades del Blanco Beronia embarricado; qué sé yo… que la fermentación en barrica, procurando unir frescura y frutosidad con vainilla, tostados y cuerpo, es ensamblar el fruto y la juventud con el contraste que suponen las sensaciones más complejas y suaves. (La verdad es que no sé por qué mierda recuerdo aquello). La Blanca –que no cachó para nada esas explicaciones abstrusas– le dijo con pícara sonrisa que quería probar ese vino. Cuando me tocó hablar a mí –yo estaba claramente de segundón–, le dije que prefería un güisqui, como el que le gustaba a don Arturo Godoy, gran campeón de Chile (aun cuando sabía que don Arturo se fue a la mierda en 1940, en su segundo combate con Joe Louis, por la ingesta descabellada de güisqui que le procuraron los mafiosos del boxeo estadounidense para que perdiera su noble prestancia iquiqueña y boxeril).
Martínez le ordenó al garzón una botella de Johnie Walker de doce años. Me preguntó si prefería el güisqui con hielo; yo le dije que no, que así nomás, a lo mero macho.
Bueno, parece preferible ahorrar detalles. Nos sentamos los tres en derredor de una mesa finamente enmantelada y flanqueada por columnas. Los asientos eran forrados en cuero café y como curules romanos. Sobre la mesa había un candelabro de bronce con tres velas finas encendidas. Había una música ambiental que era –obviamente, alguien me lo tuvo que decir– de Johan Julius Christian Sibelius. Claro, toda esa huevada no era para mí, razón por la cual me puse a tomar güisqui solo vaso tras vaso y dejé que mis pensamientos divagaran, mientras el teniente Martínez se dedicaba a palabrear a la Blanca. A mí el gargüero se me puso como al rojo: era la primera vez que tomaba güisqui. Yo no participaba de lo que hablaban; en realidad, de lo que hablaba mi amigo Martínez, mi futuro compañero en el glorioso Curso de Comandos (la verdad es que no he podido recordar lo que este huevón le decía: yo ya estaba medio curado. Además, me levanté varias veces a echar largas y plácidas meadas en la sala de baño más perfumada, elegante y gigantesca que es posible imaginar). Lo que me pareció clarito es que la Blanca, fuera de muy entusiasmada, también estaba algo curada con el Blanco Beronia.
No sé en qué momento ocurrió todo. Supongo que la Blanca le dijo a Martínez que necesitaba ir al baño. Supongo también que éste le dijo que él la acompañaba. Lo claro es que ambos desaparecieron de allí. Recuerdo que dejé de divagar y empecé a ver todo como en rojo, recuerdo que el ambiente se impregnó de pronto de olor a pólvora en combustión. No obstante, había algo –¿la adrenalina?– que olía pésimamente mal. Con alguna dificultad, me levanté de mi curul, soplé fuerte las velas: se apagaron. Y caminé casi a oscuras e inciertamente: no sabía dónde quedaba el baño de damas. Se lo pregunté con calma a un garzón que se me había acercado inoficiosamente:
–Disculpe, mi caballero, ¿dónde queda el meadero de las comadres?
El hombre, solemne en su elegante indumentaria de sirviente, me miró con lástima (yo desentonaba en ese ambiente):
–Yo lo acompaño…, señooor.
No sé por dónde me llevó. De repente, encontré a la Blanca y a Martínez. A mi teniente y a la Blanca. Este huevón la tenía abrazada; ella ya no tenía el gorro de color blanco y los tirantes de su blusa no estaban en su lugar. Era un pasillo con tenue iluminación en el que había raras estatuas de mármol, con muros empapelados y llenos de cortinas, conducente al baño de damas. Desde el tórax amplio de mi teniente Martínez, recubierto por las pilchas Giorgio Armani, los ojos verdosos de la Blanca se clavaron en mí con expresión de suprema angustia.
El periodista se ha empeñado en repetirme que aquello fue horroroso, pero que pude haberlo visto minimizado por la santa mediación de la yerbita de Dios. Y yo he terminado por pensar que así fue; me vi enfrentado al supremo e invencible horror de aquella mirada culpable y eso me llevó, por primera vez, al paroxismo de la locura:
¡Sentí, por primera vez, la necesidad de matar! ¡Ah, si hubiera sabido fumar marihuana entre mis ensoñaciones, nada de aquello habría ocurrido, y a esta hora yo no estaría aquí!
Martínez supo también que aquél era un horror supremo. Sin que mediara palabra alguna, el teniente soltó sin la menor delicadeza a la Blanca y me enfrentó en la pose de combate de los karatecas. Y yo supe de inmediato que aquel escenario de un muy elegante y poco iluminado pasillo interno de un pub exclusivo de Providencia se había convertido en un ring atípico e infernal: no habría de haber allí brutalidad regulada. Pero me puse en la noble actitud boxeril que me fue enseñada a los quince años en Temuco: el pie izquierdo levemente adelantado y apuntando hacia el contrincante, el derecho desplazado en un ángulo de casi noventa grados con respecto al pie izquierdo; las rodillas levemente flectadas; la parte superior del cuerpo suavemente cargada a la derecha (pero con mis ojos fijos en la frente del teniente Martínez, en la mitad exacta del triángulo equilátero formado por la línea de sus ojos como base y emergiendo hacia arriba del entrecejo. Mi primer instructor de boxeo, cuando yo tenía quince años, me enseñó que el púgil debe dominar al rival con la mirada (el periodista me ha enseñado que esa treta tiene raigambre en la semiótica gestual). En fin, mis brazos y mis manos reciamente empuñadas dispuestos de tal modo que pudieran proteger indistintamente el estómago, las partes costales y especialmente la cara.
Martínez, mucho menos ebrio que yo, quiso propinarme un low kick (patada) en los testículos para dejarme de inmediato fuera de combate. Pero no llegó a materializarlo: cuando supe, en función directa de mi perspicacia boxeril, que el teniente iba a lanzar una patada a mis bolas, comencé a rodearlo, a bailar alrededor suyo.
Debo puntualizar que, aun enloquecido y casi ebrio, no se me pasó por la mente usar los pies para neutralizar al teniente Martínez: los boxeadores usamos los pies sólo para sostenernos y para hacer bailar al contrincante. El periodista me ha explicado que la caballerosidad boxeril impide golpear con los pies. Me ha dicho que sir Arthur Conan Doyle escribió en varias de sus novelas que los brazos están pensados por el Demiurgo como armas de combate y que los pies fueron pensados para bailar y para avanzar (ya que nunca para retroceder).
Yo estaba medio ebrio y muy obnubilado por los efluvios de la pólvora en combustión, pero estoy seguro de que no desmerecí como boxeador. El olor a pólvora no me mareaba. Martínez, en cambio, no tenía necesidad de oler pólvora (creo, además, que nunca amó el olor a pólvora: no fue jamás un guerrero. Yo sí lo soy): se mareaba por la ingesta previa de Blanco Beronia, con mi baile y con mis ojos apuñalando despiadadamente su frente.
Hice durar el baile unos tres minutos hasta que llegó el momento. Martínez mostró un rictus (aspecto fijo o transitorio del rostro al que se atribuye la manifestación de un determinado estado de ánimo) de pérdida de la alerta combativa. Estaba muy mareado.
Lo amagué dos veces con un jab de izquierda y le zumbé de inmediato un potentísimo cross de derecha hacia su boca elegante y traicionera de Antonio Banderas.
Eso fue todo. La Blanca estaba histérica. Desde que los encontré abrazados (sospecho que ya se habían besado porque después pude recordar que la Blanca tenía el cuello enrojecido), la pobre no hizo sino sollozar de modo incoherente. Sabía que me había cagado con Martínez. Es posible que el error haya sido mío: yo no debí hablarle de mi teniente como le hablé (el periodista ha llegado a decirme que en cada hombre se esconde una bestia, pero en cada mujer, además de una bestia, hay también una puta. Ahora bien –agrega–, la huevonería es patrimonio de nosotros los varones).
Martínez cayó de espaldas y azotó su cabeza contra el pene de un horripilante Fauno marmóreo. La Blanca salió corriendo en dirección a cualquier parte. Se perdió entre las estatuas.
–¡Lo mataste, Carlos! ¡Lo mataste! –alcanzó a gritar, fuera de sí, varias veces, antes de perderse entre las blancas estatuas de mármol.
En realidad, el teniente tardó algunos minutos en morir. A mí, la curadera se me espantó como por arte de magia: supe que Martínez me miraba con expresión bobina. Sangraba profusamente de la parte posterior de su cabeza, penetrada justicieramente por el Fauno blanco. Yo le sostenía la vista –lo seguía mirando sin piedad en la parte central de su frente de Antonio Banderas– y no me sentía para nada atribulado.
–Carlos…, te pido que… ¡me perdones! –me logró decir con lastimosa dificultad el teniente.
–¿Y qué adelanto con perdonarte? –le respondí brevemente y con la mejor de las indolencias– Total, ya no podremos ser Comandos ¡ni yo ni tú!
Mientras en todo el pub se desataba una atroz parafernalia, yo, muy sereno, logré conseguirme un teléfono y avisé al Regimiento “Buin” lo que había ocurrido.
Todo el resto es casi obvio. La jueza de Garantía me recetó la medida cautelar de prisión preventiva. El defensor público me ha dicho que arriesgo tres años y un día de presidio por cuasi delito de homicidio. Que verá lo que él pueda hacer, pero que el cuento no es nada, nada de fácil.
El Ejército no me respaldó para nada: mi estupenda Hoja de Vida, llena de felicitaciones militares, sirvió para nada. Como tampoco sirvieron todos los comentarios que mi desempeño profesional militar suscitaba: que era un instructor de excepción, que iba a ser el mejor de los Comandos, que era un boxeador eximio, qué sé yo cuántas huevadas más de ese tipo. Y la razón me parece clara: se logró establecer que el difunto teniente Martínez había sido amante en Concepción de una millonaria brasileña, esposa de un enigmático traficante noruego de armas que realizaba ingentes gestiones para que FAMAE de Chile le colaborara en la triangulación del traslado de una partida gigantesca de armas menores y mayores de guerra cuyo destino –con seguridad casi absoluta– eran las FARC de Colombia o un grupo guerrillero mapuche que se estaba entrenando en Bolivia. Martínez había sido destinado, a petición de la Dirección de Inteligencia del Ejército, de Concepción a Santiago, para que sirviera de nexo e informante en una eventual transacción de FAMAE con el noruego. Era un hombre de gustos caros. La brasileña, atractiva cincuentona de trasero inmisericorde, seguía proveyendo las cuatro tarjetas de crédito de mi teniente. ¿Cómo mierda no pudiste cachar que ese huevón era un chanta y un cafiche?, me ha preguntado reiteradamente el periodista.
A decir verdad, no me he sentido demasiado triste. Me atrevo a decir que no estoy loco. Pese a que amé la guerra desde siempre. Y pese a que yo fui campeón de campeones.
El periodista está encarcelado preventivamente por el presunto delito de difamación a un senador de la UDI (sólo aseveró que el personero es maricón contumaz; postergó decir que es pedófilo). Arriesga una condena suculenta.
Aquí estamos él y yo, en compañía de treinta y dos delincuentes primerizos (varios de los cuales, espeluznantemente peligrosos). Pero gracias a su antigua amistad con el cabo Gerardo Mardones, de Gendarmería, el periodista se las arregla para que él y yo podamos juntarnos a conversar tomando mate en la biblioteca del Centro de Cumplimiento Penitenciario. Ahí la privacidad es posible.
Este hombre se encariñó conmigo. Creo que trata de ser el padre que nunca tuve. Es un gallo raro. Defiende ardientemente el consumo responsable de marihuana, lo que entronca en sus propias experiencias. Creo que me encariñé con él. Me dice que aquel horror, el que me enloqueció, pudo haberse visto minimizado si yo hubiera manejado el cuento de mi vida con la yerbita de Dios. Y me ha dicho que, por huevón, me mandaron al infierno del homosexualismo.
Me dice también que es mejor que me olvide de la Blanca; que las mujeres son moralmente irresponsables. Que entienda que en cada mujer aguarda una puta.
La verdad es que duermo bien, es que duermo con suma placidez. Ya he contado que nunca fui violento. Me demoré en contarle al periodista lo que persistentemente sueño: que soy amado por Antonio Banderas.
A la señorita Sandra, la psicóloga de Gendarmería, que me visita casi todos los días por expresa petición del defensor público que me asiste, también le he contado mi sueño recurrente y me ha pedido detalles. He debido decirle que disfruto cuando Banderas me besa ardientemente con esa boca que yo le destrocé con mi cross.
La señorita Sandra sostiene que yo siempre estuve loco. Ella no habla de locura sino (cito) “de una mutación sostenida –¡desde su infancia!– de varios aspectos particulares de su funcionamiento psíquico, don Carlos, principalmente de la conciencia de realidad, lo que se traduce en una disfunción social significativa”. Por mi parte, pienso que hay cosas que, definitivamente, la señorita Sandra, la psicóloga, no entiende. No entiende que desde niño supe de privaciones y de la falta de padre.
El periodista es un hombre de mundo que se las sabe todas (él no lo dice así, pero yo cacho que así es). Me dijo que mi relación con Martínez empezó a gatillar en mí un homosexualismo que siempre estuvo latente y que yo vestí con ensoñaciones guerreras. Me dice también que trate de disociar al teniente Martínez de Antonio Banderas (lo que se me antoja muy difícil). Pero me sigue diciendo que aún es tiempo. Me ha dicho igualmente que no supe realmente medir la distancia entre Martínez y yo; que al aceptar tutearlo fallé como boxeador, en lo cual se conjugaron fatalmente mi huevonería y mis tendencias mariconas obnubiladas.
Lo que yo creo por mi parte es que sólo aquella vez enloquecí.¡A pesar de haber sido boxeador! Y que saldré bien librado de este infierno: a pesar de que me sigo sintiendo boxeador, no descarto acudir a la yerbita de Dios.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

extremadamente aburrido, fasista!

Anónimo dijo...

este hombre es un fasista. no debieramos dejarlo escribir sus estupidezes.

Aníbal Barrera Ortega dijo...

Oye, pinganilla: trata de aprender ortografía, ¡roto de mierda!

Anónimo dijo...

roto seré, hijo de puta, pero al menos no he torturado ni asecinado personas, mal parido!!!!

en temuco todos te conocen. tarde o temprano vas a pagar tus perradas.

Anónimo dijo...

me parece que a ese teniente conxesumare le faltaron mas golpes, creo que pienso como tu compadre animo y no dejes que paisanos de mierda te insulten mantente siempre en guardia. Si Vis Pacem Parabellum.

Anónimo dijo...

viejo culiado

maricón y ocicón

fue parte de la dina