lunes, agosto 15, 2005

Una carta a El Mercurio


Señor director:

Con la afectación retórica que caracteriza sus escritos, el señor Carlos Peña se refiere, en la edición del 14 de agosto, a Lucía Hiriart. Afirma haber recordado el Macbeth de Shakespeare “después de ver las reacciones –soterradas, nunca demasiado explícitas, pero inequívocas– de quienes se han alegrado sin más de la prisión de Lucía Hiriart”.
La verdad es que me siento aludido virtualmente por el señor Peña: me alegró enormemente la prisión de esa dama. Y voy a explicar el porqué.
Fui oficial de Ejército hasta 1981, pertenecí al arma de Ingenieros y estuve destinado durante más de cuatro años en la escuela de esa arma, en Tejas Verdes. Conocí de cerca de la señora Hiriart y a todo su grupo familiar.
En un esfuerzo de síntesis, narraré un hecho que muestra muy elocuentemente la perfidia obsesiva e inveterada de la señora Hiriart. Asumo que es posible que se termine no creyendo en mi relato, pues sobrepasa lo absurdo.
Un domingo de agosto de 1975 el ex Presidente de la República don Eduardo Frei Montalva, asistió en compañía de un colaborador a la misa de 12 en la parroquia de Rocas de Santo Domingo. Oficiaba la Eucaristía el párroco, presbítero de la congregación Holy Cross, Gerald Brown, uno de los más ardientes defensores de la dictadura de Augusto Pinochet, vinculado también a grupos católicos conservadores estadounidenses.
A la salida de la misa, el padre Gerald –persona magníficamente cordial– se instaló en el pórtico de la capilla de su parroquia a despedir a sus feligreses (con varios de los cuales solía quedarse charlando largamente).
El ex Presidente Frei, como lo exigen la cortesía y el decoro, se acercó a estrechar la mano del clérigo.
Eso bastó para que se desatara la más abyecta de las comedias.
Inés de Galmes, cónyuge del entonces alcalde designado de Rocas de Santo Domingo, se apresuró en tomar el teléfono para informar lo ocurrido a su jefa (en Cema-Chile) y amiga, Lucía Hiriart, que en esa circunstancia se encontraba en Santiago.
Contó posteriormente (entre otros, al suscrito) Inés de Galmes que su encumbrada interlocutora dio un grito de rabia:
–¡Cómo se le ocurre a ese cura de mierda darle la mano a ese desgraciado! (sic)
Al día siguiente, el director de la Escuela de Ingenieros, coronel Manuel de la Fuente, recibió un criptograma proveniente de la Casa Militar de la Presidencia de la República. Se le ordenaba prohibir el ingreso del sacerdote Gerald Brown a los recintos de ese instituto militar, de la Gobernación Provincial de San Antonio y de la hacienda Bucalemu, lugar éste de descanso de la familia Pinochet Hiriart, en que el padre Gerald había oficiado cien veces la santa misa para el dictador y los invitados de turno (uno de los más persistentes invitados era el difunto senador Jaime Guzmán).
El coronel De la Fuente, católico observante y amigo del padre Gerald, no se atrevió a objetar esa orden increíble. El clérigo fue notificado por mí –a la sazón, teniente de Ejército– de las prohibiciones impuestas. No lo podía creer. Me pidió que yo le dijera al coronel De la Fuente que estaba dispuesto a deplorar públicamente haberle dado la mano a Frei y me confidenció que sabía que doña Lucía lo detestaba por haber él introducido a Chile el libro Nadie se atreve a llamarle conspiración, cuya primera edición en español había sido prologada por el actual diputado Gonzalo Ibáñez, en su condición de integrante de la Sociedad San Pío Décimo, los seguidores del obispo Marcel Lefevre. El libro, abstrusamente escrito (o mal traducido) denuncia la confabulación judeo-masónica-marxista para el completo control de América. El padre Gerald acotó que doña Lucía nunca le dijo a él nada, pero que en una acre discusión entre ella y su marido, en Bucalemu, había podido escuchar a la mujer mencionarlo a él como “cura lunático”.
El coronel De la Fuente me dijo que me olvidara del tema y que me abstuviera de visitar al padre Gerald Brown, a quien yo reputaba y reputo como amigo. No di cumplimiento a esa orden y, por el contrario, invité a mi casa, en la población militar de la Escuela de Ingenieros, varias veces al padre Brown ya que asistía a mi anciano padre.
Pasó el tiempo. El entonces coronel Manuel Contreras, director de la DINA, tomó la decisión de intervenir en beneficio de que se restituyera al sacerdote la confianza de la que nunca debió ser privado. En marzo de 1976, los capitanes Gerardo Urrich y Julio Cerda, ambos de dotación de la DINA, llegaron hasta el cuartel de la Escuela de Ingenieros y solicitaron al director de entonces, coronel Julio Bravo Valdés, que les procurara una conversación con Gerald Brown. En mi condición de oficial S-2 (Inteligencia) de la Escuela de Ingenieros, me correspondió habilitar una oficina para que esos oficiales hablaran con el presbítero. Terminada la conversación, los capitanes informaron al coronel Bravo que emitirían un informe totalmente favorable a la rehabilitación del padre Gerald.
Sin embargo, nada ocurrió en cinco meses. No llegaba orden alguna al respecto.
En noviembre de ese mismo año, se avisó a la Escuela de Ingenieros desde la Casa Militar que el general Pinochet y su cónyuge pasarían el fin de semana en Bucalemu. Ese instituto castrense debía proporcionar la seguridad perimétrica y el apoyo logístico a las visitas del matrimonio a la vieja hacienda.
El coronel Bravo me dijo confidencialmente que ésa iba a ser la oportunidad para hablar con el general Pinochet sobre el caso Gerald Brown.
Arribados los visitantes, el coronel Bravo y yo fuimos invitados a tomar onces con Pinochet y su mujer.
Después de hablar generalidades sobre la situación entonces actual del puerto de San Antonio, Pinochet dijo a Bravo que quería oir misa el día domingo y que preparara lo conveniente.
Parece muy pertinente que trascriba ahora una parte de ese diálogo.
–Mi general –empezó diciendo Bravo con cautela–, yo creo que sería ésta la ocasión de invitar al padre Brown a…
–¡Por ningún motivo, Augusto –chilló la Primera Dama–; ese cura sinvergüenza que te venía a bolsear el whisky y que se permitió darle la mano a ese canalla de Eduardo Frei no me pone un solo pie en Bucalemu.
Creo que esta extensa carta bien puede quedar hasta aquí. Espero que el señor Peña la lea.

1 comentario:

Carlos dijo...

Perdón, el P. Brown era vicentino, de la Congregación d ela Misión de San Vicente de Paúl....