sábado, septiembre 03, 2005

Éste es otro cuento que considero de calidad


Un frustrado ritual de marihuana

Capitán Storni

La verdad es que no me gustan los rituales. Aun cuando me queda muy en claro que la vida está sobrecargada de rituales. Querámoslo o no, la vida humana sigue –quizá si porque tiene que seguir– un riguroso ritual. Parece ser ésa la principal condena que arrastramos: terminar viéndonos prisioneros de ritualidades que, de modo muy claro, ensombrecen la libertad o sencillamente terminan por mostrarse trágicas. No, no me gustan los ritos.
¿Qué es lo ritual? ¿Por qué no ensayar una definición (más bien, claro, personal)?
Ritual es todo ese conjunto de cosas y de temas por los cuales intentamos creer que somos –o que podemos ser– objeto de interés para una divinidad cualquiera (tema, sin duda, abstruso y no posible de descodificar aquí).
Lo que aquí relataré y que tiene obviamente que ver con ritos– me tocó vivirlo. Me tocó, aun cuando no haya plena certeza, apodíctica certeza, de que no fue un sueño.
Me lo contó Matías.
Por razones que no es del caso establecer, Matías –militar que había sido expulsado del Ejército de Chile por sus ideas extrañas– tenía una obsesión notable: la de hacer el amor con una mujer maravillosa en una cumbre cordillerana y al interior de una carpa adecuada.
Quizá si por aquello de las casualidades preñadas de sentido, de las cuales habló Nietzsche, Matías dio con una mujer maravillosa. Maravillosa en tanto que verdadera alegoría de los pecados de la carne: su mirada de un pardo no definible –particularmente cuando llevaba puestas las gafas– era sencillamente aterradora, capaz de abatir –de humillar alegremente– al más presto de los varones. Marlene –tal era su adecuado nombre, pues a Matías, frustrado hombre de guerra, le resultó muy obvio asociarlo con la mítica Lily Marlene de los soldados alemanes– hipnotizaba como saben hacerlo ciertas letales víboras. Medía un perfecto metro y setenta en construcción morena. Su piel solía reflejar muy esmeradamente la luz solar y –soñaba Matías luego de haber confeccionado los cigarrillos de marihuana– sin duda habría de reflejar la tenue luz de la lámpara de montaña que usarían en la carpa. El arco de sus cejas parecía a la vez denotar y connotar su crueldad: Marlene era diestra en el empleo del látigo y disfrutaba mucho empleándolo. La cascada desordenada de su cabello castaño cayendo con suma indolencia por el lado diestro de su rostro atenuaba no sin misterio los suaves brillos de la luz. Sus senos… En fin, no parece del caso ingresar en descripciones en que no quede clara la diferencia entre lo erótico y lo pornográfico. Sí digamos que tenía no más de treinta pletóricos años y que estaba casada con un bobalicón agricultor de Curicó. Ello resultó a Matías particularmente incentivador, puesto que, al igual que Oscar Wilde y que yo –lo que no es poco decir–, pensaba que el único que no conoce el gusto de las mujeres casadas es el propio marido. Sí, qué duda cabe, las casadas son particularmente interesantes.
Bien, Matías dio con esa desiderata. Vencidas sus obvias primeras inhibiciones, se arriesgó a invitar a Marlene a compartir un whisky en un lugar privado y altamente exclusivo. Allí, ella se dejó besar ampliamente pero se negó a que Matías le manoseara los senos.
–Matías, no es éste el momento –le dijo con suave perfidia.
Venciendo la contrariedad no esperada, Matías empezó a conversarle sin más trámites de la posibilidad de que viajaran al volcán Lonquimay para pasar juntos la noche en una carpa isotérmica y de origen militar (detalle éste de suma importancia para Matías, un completamente equívoco ex militar).
–¡Ése sí que será el momento! –le dijo entonces él triunfalmente.
Ella asintió coqueta.
Marlene diseñó a Matías el escenario que quería y las ritualidades que era necesario ejercitar, pues, le aseguró, ella era una mujer sagrada. Matías estuvo completamente de acuerdo. Le dijo que ella dijera cómo quería aquella venturosa y muy excepcional circunstancia de unión carnal (en realidad, Matías no se lo dijo pero empezaba a pensar muy seriamente que aquella noche de placer cordillerano sería la única y la última que vivirían: se empezó a decir con la mayor seriedad que aquel logro maravilloso tendría que ser inexorablemente breve e irrepetible, pues él tendría la obligación de suicidarse después).
Habría de ser una heroica, mítica y ritual aventura sexual cordillerana.
–Y deberemos cumplir el rito de la marihuana. No te olvides que soy una diosa y que necesito ser honrada con ritos –advirtió a Matías a la par que lo apabullaba con su mirada lacerante.
Matías habría de proveer una dosis adecuada de marihuana de calidad inequívoca. Antes de viajar, tendría que confeccionar el mismo –pese a su falta de motricidad fina en los dedos de sus manos o, dicho más bien, debido a esa deficiencia (lo que contenía sin duda alguna otro acto ritual de preparación para el encuentro supremo)– cuatro cigarrillos de yerba inequívocamente buena mezclada con tabaco de excelente calidad. Llegados al lugar de instalación de la carpa y luego que él la dejara debidamente armada, procederían a fumar uno de los cigarrillos cuando el sol se estuviera ocultando. En ese momento, fueran cuáles fueren los dictámenes del instinto, no se tocarían en absoluto y se dejarían llevar por la magia psicotrópica y ritual de la marihuana: la diosa se entregaría poco después en los brazos ansiosos del arisco guerrero.
Matías se esmeró como jamás antes lo había hecho en su vida. Con el concurso de una máquina artesanal para armar cigarrillos, estuvo toda una noche en esa tarea. “Tienen que quedar perfectos”, le había advertido Marlene. A eso de las seis de la mañana, contempló triunfante el fruto de su heroica dedicación. En poco más de dos horas, pasaría a buscarlo el taxi colectivo que había arrendado, Marlene subiría cuatro cuadras más allá para barrer con cualquier eventual suspicacia. Inmediatamente después, el vehículo enfilaría hacia Lonquimay y sus pensadas cumbres.
Todo resultó a la perfección. Marlene llevaba puesto un violento pulóver que dejaba en plena evidencia su carencia de sostén. En el taxi colectivo, se limitaron a viajar cogidos de la mano. Al cabo de algo más de dos horas, despidieron al chofer e iniciaron la caminata. Era una maravillosa ritualidad, algo enteramente insospechado y magnífico.
Llegados a la cota dos mil trescientos del volcán, Matías procedió a armar la carpa militar. Disfrutó enormemente tal ya olvidado acto.
Y el momento del paroxismo ritual había llegado.
–Dame mi cigarrillo –le dijo Marlene desde su explosivo pulóver.
Matías le extendió solemne una caja de oro. Ella cogió el cigarrillo y puso en evidencia la belleza trágica de su mano.
–¿Me lo enciende, mi señor?
Aquel mi señor sonó a gloria en los oídos de Matías.
En realidad es necesario hacer una precisión. Matías, por razones concretas de salud a sus cincuenta y dos años, había dejado de fumar tabaco, por lo cual ya no portaba como antes encendedor o fósforos. ¡Y el heroísmo de la fase preparatoria le había impedido recordarlo!
Y, bueno, esa fue la razón por la que se vio obligado a decir a Marlene:
–El problema, amor mío, es que no tenemos con qué encenderlo –hizo una breve pausa antes de agregar estúpidamente:
–Y no tenemos con qué encender el anafe ni la lámpara.
Marlene lo miró sin crueldad, pero hubiera querido tener el látigo en la mano. En subsidio, le propinó una estentórea bofetada antes de emprender sola el viaje de bajada.
Bueno, como es obvio, Matías no se suicidó: el ritual había quedado dramáticamente frustrado.
Lo que sí, carezco de plena o apodíctica certeza de que todo aquello haya ocurrido realmente. En cualquier caso, como lo dije desde un primer momento, los rituales no son de mi gusto.

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