domingo, julio 31, 2005

La ajena suerte de Marlene

Si tú hubieras estado todo habría sido muy diferente, te lo aseguro (y no lo digo sólo por lo que a mí respecta). Tu donosura salvaje hubiera hecho de mí aquello para lo cual estaba destinado desde tiempos inmemoriales: tú habrías conjurado todas esas maldiciones que terminaron por hundirme terminalmente (yo siempre supe –desde que te vi por primera vez en la pantalla del televisor– que tú eras sacerdotisa de un culto insospechado, pero posiblemente benéfico).
Pero tú no estabas y mucho me temo que no podrías haber estado: eres una suerte ajena, una suerte simplemente vedada para los varones como yo.
Logré imaginarte entregándome –tú en traje de fiesta y con un escote enceguecedor– el siempre añorado espadín de la Escuela Militar del General Bernardo O’Higgins, en una ceremonia absolutamente inolvidable. Ungiéndome en la más proverbial de las hombrías con un duro fragor erótico-esotérico. Convirtiéndome en tu amante a los catorce años de edad. Tú tenías veinticinco y estabas casada con un bobalicón agente comercial argentino –¿Prochenti? ¿Prochante?– que –¡oh, sorpresa!– resultó a la postre ser el jefe operativo del Mosad para América del Sur.
¿Por qué llegaste a mi vida? ¿Cómo saberlo?
¿Quisiste ser sólo una musa inspiradora para mis afanes? ¿Habrías llegado a amarme de verdad?
¿Te envió quizá si el Mosad a castrarme? ¿O es que tú viniste a librarme del Mosad? ¿Sabías acaso que el judaísmo a mí me detestaba? ¿Y sabías por qué?
Son preguntas que nunca podré terminar de contestar por la muy sencilla razón de que tú no estabas.
No obstante, ahora estás. Yo ando a la caza de fotos tuyas (mi agenda está primorosamente adornada con tus fotos en todas las poses) y de intentar verte en la televisión (me cuesta no poco porque mis íntimas y profundas convicciones me prohíben ver televisión, de tal manera que no me queda sino prestar atención –en las pocas casas que visito– al programa que haces en el Mega. Si logro saber que estás al aire con todas esas viejas desnudeces que yo tanto imaginaba y disfrutaba, entonces, haciéndome el huevón, me deslizo furtivamente hacia el televisor y te contemplo extasiado).
Pero me reservo el derecho de saber qué beneficio concreto y real he de buscar en ti, Marlene –sí, Marlene, la misma que restituyó toda la prestancia guerrera a los soldados chilenos en Haití–, ajena suerte o una suerte simplemente vedada para los varones como yo, prohombres del neonazismo, una causa inexorablemente perdida.


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