martes, septiembre 13, 2005

Desempate de Comandos


El Estornino
Rafael y Matías se vieron por primera vez, hace ya una muy larga y tragicómica angustia, en las playas aledañas a Quintero, en la zona central de Chile. Eran entonces tiernos adolescentes.
Fue allí que ambos conocieron simultáneamente a Annelies Yost, una muchacha hermosa y de mirada triste, que tenía entonces sólo doce años, pero que ya era escultural (pese a carecer de senos), lo que sin duda presagiaba a la archideseada y quizá si diabólica mujer de los días actuales.
Rafael y Matías rivalizaron entonces de modo ocre[1] –lo que obviamente los dejaba en empate– y hasta llegaron a darse de golpes, en combate franco y leal, en una de las playas aledañas a Quintero, habiendo proyectado su confrontación sombras gigantescas y fantasmales sobre una inmensa cantera, por efecto de la majestuosa fogata alrededor de la cual ambos estuvieron sentados sobre la paja de pino, tensos, durante un buen rato, hasta que Matías le dijo –en realidad, le gritó– a Rafael:
–¿Qué mirai huevón de mierda?
Rafael se levantó de inmediato y con su mejor cara de decidido –debió abrirse paso entre varios muchachos de ambos sexos, que seguían embelesados el filme que el Instituto Vida Sana proyectaba nocturnamente los días jueves, empleando como telón la inmensa cantera blanca–, y endilgó hacia Matías que también se había levantado. Al quedar frente a frente, a una distancia que se pudo estimar en cincuenta centímetros, Rafael lanzó su diestra empuñada hacia la armoniosa nariz de Matías, pero erró levemente y golpeó el labio superior, de casi catorce años de vida, del apuesto muchacho. La sangre manó de inmediato.
Parecía un desempate.
Matías, inteligentemente optó por la lucha cuerpo a cuerpo. Cogió a Rafael por los hombros y lo desequilibró con facilidad. Ambos rodaron por el suelo propinándose mutuamente crueles golpes de puño. A poca distancia –a unos cinco metros–, Annelies (al igual que todo el resto de los más de cincuenta muchachos) había visto interrumpida la proyección de Arenas de Iwo Jima –con John Wayne como el sargento Fred Striker–, ya que ahora los dos recios gladiadores (ya que no jocundos muchachos) proyectaban sombras grotescas y fantasmales que cubrieron completamente el rectángulo de la proyección fílmica). Ella, Annelies, contemplaba satisfecha el espectáculo. Poniendo su exquisita y morena mano derecha abierta sobre su corazón, en lo que parecía una clara gestualidad esotérica, dijo en voz alta, pero para su propio capote:
–Estos gallos se están sacando la cresta por mí.
Mister George Djiminó, encargado general del campamento Vida Sana, ponderado y masónico recinto en cuyo interior tenían ahora lugar la fogata, la función de cine y el inesperado combate de Rafael y Matías, decidió intervenir:
–Nou, nou, nou –dijo a los muchachos, que interrumpieron de inmediato la febril y salvaje pelea–; estou nou puede ser así. Si querren pelear, que sea coun reglamentou boxeril.
Rápidamente, aparecieron guantes, vendas, linimentos para masajes, toallas y hasta un gong para marcar los rounds; también protectores de cabeza (que ambos contendores rechazaron pues, dijeron, querían pelear en la más franca y desprovista). Un monitor del Vida Sana se llevó a Rafael Storni a uno de los costados y otro a Matías Lazzeri al costado opuesto. Djiminó pactó cinco rounds de tres minutos cada uno. A la señal reglamentaria, ostentosamente hecha por el supervisor estadounidense, comenzó el combate. Rafael se manejaba holgadamente en el deporte del boxeo –había sido preparado por el campeón chileno Arturo Godoy (lo que obviamente deberá ser materia de otro riguroso relato)–; le costó muy poco derrotar en el primer round por K.O. a Matías.
Otro desempate.
Viene aquí lo que posiblemente sea la única belleza (en el sentido de hecho enaltecedor) de esta narración. Rafael, antes de que Djiminó le alzara su brazo derecho como vencedor de la brega, le dijo:
–¿Sabe, mister? Le pido que nos declare empatados.
–¿Cómou? –se asombró el gringo.
–Matías es un hombre valiente. Peleamos porque a los dos nos gusta la misma niña. Pero él fue capaz de enfrentarme; no quiero ser el ganador de este combate, mister.
Djiminó, hombre formado en los caballerescos parámetros del escultismo –movimiento de juventud que pretende la educación integral del individuo por medio de la autoformación y el contacto con la naturaleza–, entendió perfectamente a Rafael. Y alzando el brazo izquierdo de Matías y el derecho de Rafael, dijo con solemnidad:
–El resultadou de este coumbeite pactadou a cincou rounds es… ¡Un empeite!
La rechifla fue histórica (mister George Djiminó nunca había sido antes pifiado). Annelies nada entendió. Pero Rafael abrazó a Matías y le dijo:
–¿Sabís huevón? Nos sacamos la cresta por la Annelies… ¿Por qué no nos hacemos amigos y veamos quién la conquista? Ahí desempataremos de nuevo.
Matías, visiblemente emocionado, devolvió el abrazo y dijo a Rafael:
–Seamos amigos. ¡Compadres!
Matías Lazzeri no perdía de vista que estaban nuevamente empatados, lo que obviamente hacía lejana a Annelies Yost.
Al año siguiente, Rafael se convirtió en cadete militar, y Matías, en cadete de la Escuela Naval Arturo Prat. Habían convenido que el que lograra mejores merecimientos militares, ocuparía el corazón de Annelies. Mientras se definía ese tema (asunto que habría de durar varios años), la muchacha se dejaba cortejar por los dos. En esa dirección, Rafael tenía la enorme ventaja de estar en Santiago y de que la Escuela Militar del General Bernardo O’higgins alzara toda su gallarda estulticia a muy poca distancia de la casa de Annelies. Matías, en cambio, estaba en Valparaíso, de tal suerte que sólo podía ver a la muchacha una vez por mes. Rafael pudo besar a Annelies primero que Matías, aunque esa diferencia terminó por difuminarse cuando Matías, después de una fiesta vespertina y envalentonado por el pisco, acarició los incipientes pero ya muy hermosos senos de ella, quien lo dejó hacer por casi cinco minutos (con las obvias consecuencias fáciles de deducir).
¿Un desempate?
Al cabo de más de cinco años, ya señores oficiales de sus respectivas instituciones (Rafael Storni era subteniente de Ejército en el arma de Caballería Blindada y Matías Lazzeri tenía el mismo grado en el Cuerpo de Infantería de Marina), ambos decidieron hacer juntos el curso de Comandos, puesto que asumían que la muy bella mujer habría de ser reposo de guerreros superiores. Y del mejor de los guerreros superiores.
Fue muy duro. Uno y otro estuvieron a punto de flaquear. Durante seis largos meses, se sometieron a todos los rigores que forman a los combatientes de élite. Cada uno perdió más de diez kilos de peso. Debieron saciar la agobiante hambre no pocas veces devorando a un atontado pero fierísimo gato que se defendía con dentelladas y rasguños del recio combatiente humano que intentaba romper con sus dientes la garganta del felino para hartarse con su sangre. Estuvieron toda una semana sin dormir ni un solo minuto. Soportaron horrorosos tormentos en el campo simulado de prisioneros. Etc., etc., etc.
Se pusieron de acuerdo para ver juntos a Annelies –ambos con el cabello escrupulosamente rapado, lo que llevó a la muchacha a comentar que eran un par de mamarrachos ridículos– más o menos cada dos meses. Se seguía registrando un ya aburrido empate.
La mujer tenía conciencia de esa caballerosa rivalidad –y de ese no menos caballeroso empate– entre Rafael y Matías. A decir verdad, le hubiera gustado mucho disfrutarlos a ambos, pero, en otra de sus intuiciones esotéricas, decidió que no optaría por ninguno de los dos.
Aquello estaba comenzando a resultar diabólico.
Fue así que los subtenientes Rafael Storni y Matías Lazzeri, graduados ya como Comandos (y con la mejores calificaciones), luciendo en sus uniformes el glamoroso distintivo correspondiente, se sorprendieron grande y fatalmente una tarde cualquiera, empuñando, galanos, sendos ramos de flores rojas, al encontrar a Annelies Yost semidesnuda, en brazos de un ruin estudiante de Sociología, enemigo declarado de todo lo heroico.
En fin, había transcurrido ya una larga angustia desde los días de Quintero. Decidieron poner abrupto fin a aquello. Habrían de batirse con corvos en el mismo lugar en que seis años antes ambos se cotejaron en boxeril competencia, avalada por el espíritu cívico y laico de Mister George Djiminó. Ambos resultaron muy destrozados después de combatir solitarios en el mismo lugar, empleando para ese efecto el desgarrador cuchillo corvo de los Comandos. No hubo esta vez majestuosa fogata alguna, pero la blanca cantera quedó manchada para siempre con la sangre guerrera y generosa de ambos.
Pero aún así, los heroicos subtenientes Rafael Storni y Matías Lazzeri no lograron desempatar.
Y Annelies Yost –archideseada y diabólica mujer– lo supo claramente.










[1] Ocre: Mineral terroso, deleznable, de color amarillo, que es un óxido de hierro hidratado, frecuentemente mezclado con arcilla. Sirve como mena de hierro y se emplea en pintura.

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