jueves, septiembre 22, 2005

El acto de justicia del guatón Carlitos



El cosaco Storni

El guatón Carlitos me lo contó hace algún tiempo. Parecía henchido de orgullo: había sido un acto de justicia. Es que Carlitos es un hombre que dice amar la justicia.
Pero dos o tres días después recibí otra versión de lo ocurrido en el mejor de los saunas de Temuco. No, no había sido un acto de justicia sino un burdo y grosero (aunque plausible) acto de matonaje que el guatón Carlitos generó y protagonizó.
El tema de ese sauna –séame permitida la disquisición– reviste, señores, no poco interés académico. Digo académico en tanto que correlato de la más vibrante de las academias: la semiótica o semiología. En ese sauna los signos son palmarios en el sentido de lo fácil que resulta su análisis. Y, bueno –esto exigiría una muy amplia –extensa e intensa– pormenorización que sin duda desvirtuaría el sentido del presente relato–, estamos ciertos de que la semiótica o semiología es la única manera de saber para dónde vamos los humanos animales.
Al guatón Carlitos le complace singularmente ir a ese sauna. Como que se siente allí protagonista de un acto de justicia: el de la purificación de su aterradora anatomía de ciento doce kilos por el calor castigador de la cámara de madera, casi completamente seco (el instrumento de medición higrométrica allí instalado no ha marcado jamás más de un 30 por ciento de humedad), que debe ser administrado por un interminable y diminuto reloj de arena durante 15 minutos que llegan a ser insoportables. Pero ese suplicio ritual es amorosamente contrastado con la maravillosa zambullida en la gélida agua de una piscina cuya profundidad permite al torturado lanzarse de cabeza a su rara interioridad. Cuando Carlitos se lanza a la danzante agua, todos los demás clientes del sauna temen un cataclismo: es muchísima el agua que desplaza nuestro personaje. Emerge al cabo de un par de minutos de pretendidas briosas brazadas en la precaria longitud de la alberca. Pasea entonces su desnudez objetivamente grotesca en el trance de cuatro o cinco metros embaldosados. Se sabe –se siente– ya redimido de su agobiante fealdad, por lo cual pide a Jano, el muy funcional camarero, que le sirva un whisky doble. Cuando el guatón Carlitos se siente así redimido y nutrido por un alcohol de más de cuarenta grados, reaparece en él la violencia, lo que es la expresión del contenido de su mismidad: él cree firmemente –y es posible que sea ésa la única fe que de verdad profesa– que la vida humana es un constante acto de violencia.
Y es así como súbitamente dice de viva voz mientras reposa en su incierta longitud (ya que lo único cierto en el guatón Carlitos es sólo medible en la latitud de su pornográfica y aterradora barriga) sobre una estera de madera:
–¿Y dónde está el conchaesumadre del Donoso para sacarle aquí mismo la chucha?
La versión entregada a este servidor por el guatón Carlitos es terriblemente diferente. A mí me dijo que cuando él hubo llegado a la cámara del sauna desde la calle, había encontrado al profesor Evaristo Neculmán, aventajado exponente de lo menos malo de los mapuche[1], profundamente triste.
–¿Qué le pasa, mi peñi, que tiene esa cara tan triste? –le preguntó en el marco, insistimos, de su versión.
–No sé hasta cuándo me van a humillar, don Carlitos –le respondió el profesor Neculmán, sostenedor de varias escuelitas rurales cercanas a Temuco–, otra vez me dijeron que tengo olor a indio y que echo a perder la pulcritud de este sauna.
–¿Quién le dijo eso, mi peñi?
–Los de siempre, don Carlitos: el señor Donoso, el señor Gransotto, el señor García y el señor Duhalde.
Cuando el guatón Carlitos –hombre recio después de todo– dijo de viva y retumbante voz: “¿Y dónde está el conchaesumadre del Donoso para sacarle aquí mismo la chucha?”, Donoso, corredor de propiedades y varón mezquino, optó por darse por aludido ya que pudo escuchar con la mejor nitidez la audaz y durísima imprecación del guatón Carlitos. Movido no por honor sino por el espúreo interés de estar a la altura de su condición de presidente de los sauneros (grotesca y temuquense manera de autodenominarse de quienes profesan el oximorónico ritual de gélido calor), Donoso empezó lastimosamente a aproximarse a la estera donde reposaba la humanidad de Carlitos.
–¿Se refería a mí, don Carlitos?
El guatón Carlitos se puso rápidamente de pie y asumió de inmediato la posición boxeril de guardia. Me ha dicho en varias oportunidades que fue campeón divisionario de boxeo cuando cumplió con el servicio militar obligatorio en un regimiento de infantería de Iquique.
–Putas, don Carlitos, ¿qué es lo que usted tiene en contra mía? –dijo el presidente de los sauneros en el más servil de los tonos.
Por toda respuesta, Donoso recibió un fortísimo recto al mentón que lo tumbó de inmediato en el resbaloso suelo del sauna. La blanca toalla que cubría sus partes pudendas quedó de inmediato roja con la sangre que comenzó a brotar desde su nariz.
Pero a decir verdad, más allá de la validez de las respectivas versiones, el castigo propinado a Donoso en su insolente protuberancia nasal, fuera de ser sobradamente merecido (con arreglo a las razones que serán dadas más adelante), no suscitó repulsa alguna en contra del guatón Carlitos entre los sauneros: todos tenían plena conciencia de que, pese a presidirlos en sus obsesiones rituales, Donoso era en el fondo un huevón de mierda mequetrefe, un huevón entremetido, bullicioso e inútil: clasista, ignorante, temuquense por antonomasia y prepotente (ustedes bien pueden entender que esas valoraciones son de mi plena autoría).
Distinto fue lo ocurrido con García (ya que no con Duhalde ni con Gransotto, a todos los cuales el guatón Carlitos les sacó también sus respectivas crestas). La diferencia está en que García no tiene una cresta infame: Hermógenes García Sabugo –bisnieto de un más bien ilustre colonizador español que, pletórico de buenas ansias, llegó a Talcahuano allá por 1865, siento finalmente desplazado por las inmorales autoridades chilenas de entonces hasta Temuco, ciudad ya considerada entonces como una suerte de pintoresca metáfora del Far West estadounidense. Aquí pudo establecerse holgadamente como herrero y fabricante de herraduras, logrando amasar una cuantiosa fortuna, lo que se rubricó allá por 1890 cuando los García y los Picasso llegaron a ser emblemáticos de lo único ilustre que ha generado Temuco– era un hombre respetado por los temuquenses de todos los pelajes[2] y ambientes: cortés, ferviente católico, hombre de conversación simple pero no aterradora, dadivoso con su plata, capaz de obsequiar flores a las gloriosas prostitutas que frecuentaba, se había ganado en muy buena lid la estimación buena de moros y cristianos.
Y ésa fue la razón precisa por la cual el gesto del guatón Carlitos llegó a caer en el más completo descrédito, motivo por el cual urdió rápidamente la versión alternativa: la de que fueron Neculmán y su ya expresada humillación lo que precipitaron el cruento desenlace parcialmente descrito por mí.
Ahora bien, yo, en tanto que periodista y sedicente escritor, me he hecho el propósito de avalar y divulgar la versión que me fuera entregada por el guatón Carlitos.
Es que, señores, hay allí la expresión de un contenido (y ésta es semiótica pura) de hipotética dignidad. Carlitos arrastra su fealdad y su talante monstruoso pero dice amar la justicia y cree que la vida humana considerada en su globalidad es un constante acto de violencia, lo que viene a significar (esto también es ejercicio semiótico) que el guatón Carlitos está más allá de su pornográfica y aterradora barriga. Su error, obviamente, fue haber dejado ensangrentado por completo a Hermógenes García, quien jamás habría dicho ni por asomo al profesor Neculmán que tenía olor a indio ni que su presencia mapuche perturbaba la pulcritud del mejor sauna de Temuco. En esa perspectiva, no debió incluir en su versión al ilustre hijo de Temuco, no debió hacer decir a Neculmán que había sido ninguneado por Donoso, Gransotto, García y Duhalde.
Pero lo pagó caro. Mientras castigaba a Gransotto haciendo ostentación de un elegante estilo boxeril, perdió pie en el resbaloso piso de la cámara de sauna y cayó pesadamente sobre el incandescente aparatejo generador de calor sequísimo: se quemó horrorosamente el brazo.
Pero para mí es claro –como quedó dicho– que Donoso, Gransotto y Duhalde, temuquenses borrachines y siúticos, recibieron una merecida golpìza.
¿Qué más agregar? Bueno, que también yo amo entrañablemente la violencia.
[1] Nos parece preferible emplear el adjetivo gentilicio mapuche en singular, lo que si bien contraría la concordancia sintáctica de número con el artículo los, se acomoda al estilo que los integrantes más ilustrados de ese pueblo originario han consagrado: para ellos, no existe nuestra pluralización.
[2] Es muy posible que Temuco sea la ciudad de Chile en que son reconocibles más pelajes o condiciones sociales concretas.

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