sábado, septiembre 03, 2005

La vida vivida



La tragedia que Robledo ignoró

El Estornino


Fue una experiencia muy interesante (lo sigue siendo: es mucho lo que hay que contar al respecto), te lo aseguro. Yo estuve en aquella guerra (bueno, no llegó a ser guerra pero estuvo a minutos de serlo).
La tarde no quiere morir en este día 21 de diciembre de 1978. El sol poniente proyecta sombras gigantescas e imprecisas sobre el vivac del batallón liviano del Regimiento Reforzado Nº 17 “Los Ángeles”, muy cerca de la mítica Piedra del Indio. Gigantescas, imprecisas y francamente malolientes sombras para el teniente coronel Robledo, comandante de la posición defensiva allí constituida que –se supone onanistamente en la planificación operativa de la III División del Ejército de Chile– deberá rechazar en pocas horas más –para ser exactos, en nueve horas más: a las 3 de la madrugada del 22 de diciembre de 1978– la embestida bélica de fuerzas argentinas muy superiores. Incomparablemente superiores.
(Yo siempre he sostenido –hasta hoy– que la superioridad material argentina no habría mellado la superioridad del espíritu militar chileno. Pero puedo estar equivocado).
El teniente coronel Nibaldo Robledo Santelices –oficial del Ejército de Chile desde 1961–, a quien su señor padre, ferviente masón, siempre reprochó que se haya hecho militar, como se lo exigió su señora madre, ferviente integrante de la Legión de María, desde su primera infancia– huele un destino que hasta calificaría de trágico si supiera cabalmente qué significa lo trágico. Lo sabe de manera muy vaga, lo que, al cabo de un tiempo, terminará por ser mejor para él.
Robledo asume que morirá en nueve horas más; lo percibe a nivel olfativo en las sombras gigantescas que los roqueríos aledaños a los pasos fronterizos Pichachén, Desecho, Picunleo, Pilunchaya, Copulhue y Copahue abalanzan, claramente presagiantes, sobre el vivac del batallón liviano de infantería.
Siempre queda la duda. Robledo viene atisbando desde hace mucho tiempo que su cónyuge, Laura, bien podría cometer adulterio con ese abogado de Concepción, ya sospechoso entonces de ser un comunista de mierda. Y, como es obvio, le acongoja en grado sumo estar a nueve horas de morir por la patria (piensa que caerá abatido por los primeros obuses de la poderosa artillería argentina). Y de morir, muy posiblemente, en los precisos momentos en que el abogado comunista de mierda, allá en Concepción, esté produciendo el tercer o cuarto orgasmo en Laura esa noche.
Robledo masculla extensas e intensas maldiciones en contra de su difunta y católica madre mientras camina entre el vivac y los puestos avanzados de combate. Pero lo que le corresponde ahora es –como lo aprendió hace muchos años en los Sagrados Corazones de Viña del Mar y como se le repitió hasta la saciedad en la Escuela Militar, en la febrilmente recia Escuela de Infantería de San Bernardo y en la puerilmente solemne Academia de Guerra del Ejército– cumplir fielmente los deberes de estado, sus pomposos deberes miliraes: debe inspeccionar por última vez todas las instalaciones de la posición defensiva. Los emplazamientos de los únicos cuatro morteros disponibles (los argentinos, diez kilómetros hacia el este del paso Pichachén, cuentan con doce piezas de artillería de alto calibre. Robledo lo sabe perfectamente y ese pensamiento lo deprime y hasta acrecienta y somatiza sus difusos pero agudos celos que destruyen con furia artillera la cándida imagen juvenil de Laura, mujer que recibió educación esmerada en el colegio Dunalastair de Santiago). Las instalaciones logísticas del batallón liviano. Sabe que allí deberá sobrellevar las bromas agudas y macabras del cabo Santibáñez, gordiflón cocinero que invariablemente le pregunta cuándo todos estaremos hecho pebre (aún cuando Santibáñez y todo el batallón han sido notificados varias veces de las presunciones básicas de la Dirección de Inteligencia del Ejército de Chile en orden a que la apabullante arremetida argentina se producirá a las tres de la madrugada del 22 de diciembre de 1978). Robledo no ha reprendido jamás al cabo Santibáñez: ¿por qué si no dice otra cosa que la verdad? El emplazamiento de la sección de Telecomunicaciones divisionaria. Preguntará allí, sólo por cumplir con las exigencias de su autoridad, si ha llegado algún criptograma que cambie el decurso fatal que aún aguarda por nueve horas. En fin, todas las trincheras del batallón liviano de Infantería que está comandando (él tuvo durante algún tiempo la frágil esperanza de ser dejado a cargo de la Gobernación Provincial de Los Ángeles, lo que obviamente habría evitado que Laura se marchara con los niños a Concepción. Y ocurre, estimado amigo, que el abogado comunista de mierda vive en Concepción. No sé si me entiende…
Yo estuve en aquella guerra. Mi comandante Robledo confió mucho en mí, especialmente cuando compartíamos un whisky –bebidos de modo horroroso en los jarros de aluminio de campaña, destinados a ser llenados sólo con café– por lo que, a decir verdad, yo no debería estar ahora escribiendo.
Entre muchas otras interesantes motivaciones, los hondos tormentos de mi comandante Robledo me llevaron a considerar seriamente el enigma del destino humano y de la profesión militar (que era también la mía) (me puse a estudiar semiótica y a hurgar en el sentido de lo trágico).
Como es bien sabido, la guerra terminó por no ocurrir (es indudable que estuvimos muy cerca, pero, a mi juicio, los argentinos no nos hubieran sacado cresta y media como se suele repetir; así me lo dicta al menos mi difuso orgullo de ex militar).
Pero a Robledo siempre le quedó la duda en torno a las aventuras adulterinas de Laura. Nunca ocurrieron según me lo dijo ella mucho después, pero a mí también me queda la duda. En una larga conversación que tuvimos tres años después en Santiago –yo ya había dejado de ser oficial de Ejército– reconoció que el abogado de Concepción, injustamente considerado comunista por Robledo –ya que, once o doce años después de la abortada guerra, se convirtió en un talentoso diputado del PPD– , la había estado requebrando desde hacía mucho tiempo, que se besaron en los labios no más de dos veces (es en eso que a mí me entra la duda, puesto que siempre asumí que una mujer casada que entrega los labios lo está entregando virtualmente todo), que le dijo en una oportunidad que cómo era posible que ella, hermosa y vibrante, estuviera junto a un hombre tan papanatas y pobre de facha como Robledo (ella, pese a su clara capacidad para desenvolverse en la vida social, lo que sea dicho de paso, la consagraba como una eficaz cónyuge de un señor oficial del Ejército de Chile, debió recurrir a un diccionario enciclopédico para saber que papanatas significa una persona simple y crédula o demasiado cándida y fácil de engañar.
Cándido y todo, y a pesar de que su facha no lo anunciaba como un intuitivo, Robledo olía un destino que hasta habría calificado de trágico si hubiera sabido cabalmente qué significa lo trágico. Lo ignoró pese a olerlo. Y la depresión siguió haciendo de las suyas.
Y ésa es la única razón y causa de que se haya suicidado hace pocos días, aquí en Santiago, con su pequeña pistola Starlet de cargo particular y de magro calibre. Sin la menor duda, un desenlace funesto. Una tragedia. Toda una tragedia ya que en una torpe carta que me dejó afirmaba que hubiera preferido ser convertido en pebre por los obuses argentinos de alto calibre.
Afortunadamente, Robledo no llegó a saberlo bien.

No hay comentarios: